Durante este enclaustramiento de varias semanas, algunos hemos continuado nuestra labor, usando los medios digitales. Un trabajo arduo que nos ha obligado, a quienes no somos de la generación que nació con ellos, a aceptar el reto de las nuevas tecnologías en la enseñanza y nos hemos puesto manos a la obra.

He pasado largas etapas del día (y de la noche) sentada frente a la laptop, luchando con la lentitud de Internet, con los cortes de electricidad, con todos los inconvenientes que vivimos cotidianamente; así, he podido comprobar que se han duplicado o triplicado, sin exagerar, las horas de trabajo. No hay horarios, somos convocados a reuniones, talleres, conferencias, clases y al término de la jornada, acabamos agotados como nunca.

Puedo afirmar que esta modalidad me ha permitido afrontar el encierro con mucha más serenidad, porque me mantengo ocupada. Sin embargo, a medida que se prorrogan los períodos de aislamiento, y oímos cómo enfatizan la necesidad de mantener el distanciamiento social, no se me escapa un gravísimo problema sobre el que quiero detenerme.

Para Aristóteles “el hombre es un ser naturalmente sociable, y que el que vive fuera de la sociedad por organización y no por efecto del azar, es ciertamente, o un ser degradado, o un ser superior a la especie humana; y a él pueden aplicarse aquellas palabras de Homero: «Sin familia, sin leyes, sin hogar…» El hombre, que fuese por naturaleza tal como lo pinta el poeta, solo respiraría guerra, porque sería incapaz de unirse con nadie como sucede a las aves de rapiña”. Subrayado mío.

Alguien podría argüir que, como Thomas Hobbes, «vivir en sociedad no es una exigencia de la naturaleza». Para Hobbes, el ser humano no es sociable por naturaleza. La sociedad es una construcción artificial indispensable para la coexistencia pacífica. La sociedad es producto de un pacto entre los seres humanos y de esa manera se impiden las luchas, las pugnas.

Podría seguir citando a los filósofos que han hablado sobre el tema, pero basta con ellos dos, pues sus concepciones son contrapuestas en un sentido. Para nuestro filósofo griego esa sociabilidad es esencial al ser humano; para Hobbes, no es por naturaleza, es por conveniencia.

Sea de una u otra forma, el asunto crucial es que el ser humano busca convivir con el semejante, relacionándose e interactuando por medio de significantes y comunicación de ideas. Aristóteles asevera que «solo el hombre entre los animales posee la palabra para manifestar lo conveniente y lo dañino, lo justo y lo injusto».

Y contra esta tendencia está dirigido el distanciamiento social. Aún más, si nos centramos en una educación solo a distancia, sobre todo en los niños y adolescentes, en plena etapa de su formación, anulamos aspectos cruciales en la relación humana que se establecen en el proceso de enseñanza-aprendizaje. No estoy en contra del uso de las plataformas, ni de los medios digitales; de hecho, estoy haciendo uso de ellos en mis cursos; las circunstancias nos han conducido a buscar opciones que nos permitan seguir adelante. Me refiero a centrarse solo en ese aspecto y olvidar la condición social del ser humano. Los centros de enseñanza, sean escuelas, liceos o universidades son comunidades, donde el estudio es un aspecto, el principal; pero, la interacción también lo es.

Se está erradicando el roce, el contacto físico, el saludo, el abrazo. ¿Qué consecuencias trae esto? Bastaría acercarnos a las distintas conexiones, millones en la red, para encontrar análisis sobre este aspecto que señalan, entre otros puntos, que tanto las caricias como el simple roce de otro ser humano agilizan los constituyentes de bienestar de nuestro organismo; es decir, se suscita la secreción de oxitocina y de opioides endógenos, por medio del conjunto neuronal que transfiere las señales al cerebro. Otra publicación, de la Universidad Global de Londres, divulgada en Scientific Reports, manifestaba que la repulsa social es una de las conmociones más punzantes que puede sufrir el ser humano; sin embargo, este mismo dolor puede ser atenuado mediante el roce cordial y prolongado provisto por otra persona.

Volviendo a Aristóteles, ut supra, cuando nos dice que si aplicásemos las palabras de Homero: «Sin familia, sin leyes, sin hogar…» el ser humano solo respiraría guerra, porque sería incapaz de unirse con nadie como sucede a las aves de rapiña”. Y, llegados a esta situación, estaríamos en el terrible estado de naturaleza definido y caracterizado magistralmente por Thomas Hobbes en el Leviatán.

El concepto del estado de naturaleza de Thomas Hobbes simboliza un estado de guerra perenne, donde el individuo está en un peligro constante: “… es manifiesto que durante el tiempo en que los hombres viven sin un poder común que los atemorice a todos, se hallan en la condición o estado que se denomina guerra; una guerra tal que es la de todos contra todos…”

¿Y cuál es la consecuencia inmediata de esta indefensión y guerra? No olvidemos su lapidaria frase Homō hominī lupus est (“el hombre es un lobo para el hombre”). Se presenta, entonces, una exigencia ineludible; según Hobbes, surge el pacto con el Estado donde se acuerda la protección de los seres humanos. Es una cesión parcial de los derechos a un Estado poderoso e indivisible, que provee este amparo como contraprestación.

¿Se tiene conciencia plena de los que nos estamos jugando con el distanciamiento social, la pérdida de la sociabilidad del ser humano, la caída en el estado de naturaleza hobbesiano?  Estamos entre el Oikos y el estado de naturaleza. Nos devolvieron a las cavernas.

@yorisvillasana


El periodismo independiente necesita del apoyo de sus lectores para continuar y garantizar que las noticias incómodas que no quieren que leas, sigan estando a tu alcance. ¡Hoy, con tu apoyo, seguiremos trabajando arduamente por un periodismo libre de censuras!