Tiempo de fiesta y reflexión, de disfrute y propósitos, de convivencia y balance, de esperanzas y frustraciones. Son días en que aquel que bebe ha bebido lo que ha podido, jornadas muchas veces llenas de añoranzas por los tiempos cuando en la más humilde vivienda te ofrecían muy buenos caldos.

Recuerdo una oportunidad en la que unos pescadores de Paraguaná destaparon una botella helada de Dom Perignon, que habían comprado en una de sus rutinarias excursiones a Aruba, la cual tenían en el fondo de la cava donde almacenaban su pesca, mientras me decían que llevaban días vueltos locos buscando un motivo para abrirla. Era tiempo de abundancia y generosidad, no de despilfarro.

Siempre Navidad y Año Nuevo fueron fechas cardinales para los venezolanos; y al lado de una fe alborotada por el achispamiento fruto del licor, la comida era servida con características pantagruélicas.

Hallacas, bollos, pavos rellenos, asados, parrillas, hervidos, dulces de lechosa y cabello de ángel, pan de jamón, panettones, y paremos de contar, se encontraban en cualquier mesa. Me resultan inolvidables los recibimientos de Año Nuevo en el diminuto apartamento de Pilar y Manolito, en la avenida Rómulo Gallegos; ellos eran gallegos y conserjes de un edificio. Ella de humanidad plena y él enjuto como un sarmiento, pero esa noche convertían aquella humilde conserjería en un banquete sin medida ni control: langosta, empanada gallega, pulpo, mero en salsa verde, torta de queso, lechón, pan de jamón y una cantidad infinita de delicias que mi paladar se rehúsa a precisar en este momento.

De aquellos años a este que acaba de comenzar hay un abismo, de bordes azulosos y sima roja, donde todo parece haberse sumido. La aristocracia revolucionaria y sus pares de la oposición han convertido en un gigantesco albañal nuestro país. Ambos liderazgos no supieron aprovechar los mejores resultados en cuanto apoyo popular en estas dos décadas, y ahora pretenden que acatemos de manera indubitable los postulados de unos fantoches que optimizan a través de la retórica sus peores resultados, mientras juegan a sumergirnos en un ejercicio de amnesia selectiva. Se pretende prohibir todo ejercicio de la memoria.

En estos días festivos, cuyos orígenes católicos son de arraigada estirpe, hay un claro juego de la casta dirigente por enmascarar el calvario de nosotros los venezolanos. Unos dicen que vivimos en la versión inenarrable del Paraíso, mientras que los otros hacen lo imposible para mantener operativa una red de tramoyas y complicidades que siempre les arrojó buenos frutos.

Las palabras de monseñor Juan Carlos Bravo, obispo de Acarigua-Araure, son claras como la mañana de su Sucre natal: “La mentira no es cristiana”. Por los momentos, y honrando mi estirpe judeo cristiana, solo me queda desearle un año de paz a nuestras mujeres y hombres de buena voluntad.

 

© Alfredo Cedeño

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