Una enfermera y un médico de urgencias se encuentran en sus puertas sendas  notas que dicen que, para evitar el contagio de los vecinos, deberían mudarse o quedarse en el hospital mientras continúe la epidemia; lo mismo sucede a una cajera de supermercado, quien también se ve conminada a mudarse ya que está expuesta al constante contagio. Por otro lado, los ancianos de más de 70 años están aterrados porque se ha corrido la voz de que en los hospitales no se les va a prestar la atención debida y que se les retirarán los respiradores artificiales para colocárselos a gente más joven. Como si fuéramos personajes del famoso libro de Saramago Ensayo sobre la ceguera, la pandemia ha corroído de alguna forma todo nuestro mundo. De plano nos hemos topado con una realidad descarnada  en la que el profundo egoísmo de algunos se ha puesto en evidencia, como sucedía en el libro de Saramago luego de que se extendiera por el mundo aquella “ceguera blanca” cuyo temor y falta de víveres, debido a las fuertes medidas de confinamiento llevadas a cabo por las autoridades, hacía que saltara por los aires todo atisbo de la solidaridad entre los protagonistas.

Esta nueva realidad,  con la que hemos topado después de que hemos  aparcado nuestras vidas unos cuantos días, nos ha mostrado el mundo que seguramente dejaremos atrás a partir de ahora. Ese mundo expuesto magistralmente por Gilles Lipovetsky en su texto La era del vacío y el imperio de lo efímero, en el cual existía una gran apatía e indiferencia ante lo público y en el que el principio de seducción había sustituido a la simple convicción; donde cada uno de nosotros nos habíamos fabricado “una cultura hecha a la medida” en la que predominaba el narcisismo y la falta de ideales u objetivos trascendentes y nos solazábamos en un presente sin sentido de continuidad histórica, seducidos continuamente por lo efímero; un mundo o sociedad, en fin, dominado por la frivolidad y el consumo.

Bastó, sin embargo, que paráramos unos días para descubrir  lo superfluo de nuestras vidas y nuestro patológico narcisismo, algo que ha dado lugar para que los ecologistas nos señalen el mal que le hacemos al planeta. Pero la cosa va más allá de esa mentalidad estrecha y moralizante que caracteriza paradójicamente a los que hoy en día se llaman progresistas. La decepción y la desilusión se ha apoderado ahora de todos; es como si súbitamente se hubiera instalado en nosotros un repentino desamor (o, como lo califica la rae, una falta de sentimiento y afecto por las cosas). Con la muerte esperando afuera de nuestras casas y rondando nuestros barrios, ese narcisismo a que apuntaba Lipovetski se nos ha antojado doblemente banal y carente de sentido. “Paren el mundo que me quiero bajar” era una de las frases que se hicieron famosas en el Mayo Francés del 68 y que Quino inmortalizó como grito de guerra de su icónico personaje Mafalda. Pero  ese parón nos ha situado de un solo golpe mucho más allá: en un nihilismo hasta ahora sin parangón.

Hemos descubierto la existencia de productos superfluos que obedecen más a la lógica del mercado que a nuestras necesidades (Fetichismo de la mercancía, lo llamó Marx). Pero tampoco las utopías han quedado bien paradas; estas han enseñado su rejo falaz y autoritario, como señaló Popper. No han ocultado su intención de doblegar la libertad de que disponemos, considerando, además, a unos ciudadanos “más iguales que a otros”, como expone Orwell en La rebelión en la granja. La pandemia nos ha venido a decir, así, que estamos atrapados entre la bobería más pervertida y la tiranía más absoluta. No hay, por tanto, escapatoria; el hombre se debate entre las necesidades artificiales e intrascendentales y los engañosos cantos de sirena. Y de repente percibimos también el sentimiento trágico de la vida, del que nos habló nuestro apreciado Unamuno. La vida, como nos dejó dicho este, es tragedia, y la tragedia es perpetua lucha, sin victoria ni esperanza. Parece que lo único que nos queda, como él nos sugirió, es el afán de trascender e inmortalizarnos de alguna manera, otorgándole sentido a nuestra ya patente y efímera existencia.

En fin, la proximidad de la nada y la muerte nos han indicado que su reverso es la vida y la existencia, y solo dándole un sentido trascendental a esta, le proporcionaremos algún tipo de significado. Tal vez sea esa la lección que aprenderemos de esto, si es que se puede aprender alguna a partir de ahora.


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