En estos tiempos de encierro, me dio por revisar, no sé muy bien por qué, algunos textos de ciencia ficción, género por el que, si bien no siento afición, me genera mucho interés, no sé si me explico, pero trataré de hacerlo en el transcurso de las siguientes líneas.

De paso, dejé para la semana que viene mi comentario sobre el Proyecto de Ley de Universidades, que reposa en la Asamblea Nacional y que, salvo transformaciones de fondo, bastante improbables, por cierto, considero una grave equivocación, cuyas consecuencias vamos a lamentar los venezolanos, en particular los más jóvenes.

Una travesura infantil

En un escrito publicado en El Nacional hace alrededor de 15 años, refería que cuando éramos niños, mis hermanos, sobre todo Alfonso y Francisco, se daban a la tarea de mandar al cielo globos de manufactura doméstica. Eran, según recuerdo, bolsas de papel blanco, de casi 2 metros de altura, que ascendían gracias al aire caliente generado por una estopa encendida, mojada con alcohol. La sencilla plataforma de lanzamiento era un viejo banquito que a duras penas guardaba el equilibrio, ubicada en la parte de atrás de la casa. En las vacaciones, durante varias noches seguidas, ellos y algunos amigos veían embelesados cómo cada globo subía lentamente convertido en una luz que conforme se alejaba, se iba haciendo roja, hasta desvanecerse en la nada.

Pero, lo mejor era lo que sucedía en los días siguientes. Poco apoco se iban enterando de que algunos vecinos contaban haber visto un platillo volador, otros daban fe de la invasión de un OVNI comandado por marcianos y así como estas, escuchaban otras historias protagonizadas por extraterrestres. Recuerdo que más de una vez algunos periódicos hablaron de sus globos reseñando el susto que causaban en alguna gente, llegando en cierta ocasión a señalar el hallazgo de “materiales extraños” que habían sido remitidos al IVIC para su correspondiente análisis, al paso que se recomendaba calma y serenidad ante esos misteriosos objetos nocturnos. Sobra señalar que mientras esto ocurría, mis hermanos disfrutaban su pequeña dosis de gloria.

Enterado de los comentarios que corrían, un profesor universitario que vivía cerca de nosotros los calificaba como una solemne pendejada. El miedo es pura ignorancia y Marte no era, según él, sino un planeta desolado que el cine y la literatura habían poblado de hombrecitos pequeños, de color verde y ojos saltones, provistos, además, de un par de antenitas empotradas en su cabeza deformada, pasajeros frecuentes de naves que viajaban hacia acá con la mala intención de invadirnos. Confieso que durante un buen tiempo me quedé con esa idea, pues parecía tener rango de sentido común.

Multimillonarios al espacio

Desde hace un buen rato, Marte está dejando de ser una fantasía. Así, el año pasado, como parte de la denominada desde hace seis décadas la “carrera por la conquista del espacio”, Estados Unidos, China y, por primera vez, Emiratos Árabes Unidos (país dueño, por cierto, de varios de los mejores equipos de fútbol del mundo), enviaron tres naves a Marte. Con sus lógicas variantes tales iniciativas tenían el propósito de realizar estudios sobre el suelo marciano, la estructura geológica, el medio ambiente, la atmósfera y el agua, así como recolectar y almacenar rocas y polvos, además de, por supuesto, investigar acerca de las manifestaciones de vida en el mencionado planeta.

El asunto parece ir tan en serio que algunos especialistas sostienen la necesidad de revisar la legislación internacional correspondiente. Aluden a vacíos respecto a temas como la propiedad de los terrenos, la explotación de los recursos, la participación del sector privado, la basura espacial e igualmente acerca de quién debe fijar las reglas correspondientes. Lo que pareciera estar en juego es si prevalece el principio de que todo se hace “en interés de la humanidad y para la paz”, conforme lo establece el denominado Tratado del Espacio, suscrito en 1967.

Por otro lado, hay quienes creen que la llegada del hombre al planeta rojo, incluyendo la creación una colonia de humanos, si bien no se encuentra a la vuelta de la esquina, tampoco es tan lejana. Al menos es lo que empiezan a demostrar, apostando grandes sumas de dinero, el fundador de SpaceX, Elon Musk, y el de Virgin Galactic, Richard Branson, quien hace apenas una semana realizó exitosamente un viaje al espacio, suerte de antesala de su programa de turismo espacial, cuestión en la que también anda Jeff Bezos, otro multimillonario, fundador de Blue Origin y quien además afirma que la humana puede convertirse en una “especie multiplanetaria”. Así las cosas, ahora la conquista del espacio no solo implica una disputa geopolítica, sino que también una lucha por la búsqueda de nuevos mercados.

¿Huir a Marte?

Ray Bradbury, considerado como uno de los mejores autores dentro de la literatura de ciencia ficción, describió en su libro Crónicas marcianas (1950), las razones que llevaba, a los habitantes de la Tierra a querer ir a Marte.

Allí relata que “… todas las gentes con sentido común querían irse de la Tierra. Antes que pasaran dos años iba a estallar una gran guerra atómica, y él no quería estar en la Tierra en ese entonces. Él y otros miles como él, todos los que tuvieran un poco de sentido común, se irían a Marte. Ya lo iban a ver. Escaparían de las guerras, la censura, el estatismo, el servicio militar, el control gubernamental de esto o aquello, del arte y de la ciencia. ¡Que se quedaran otros! Les ofrecía la mano derecha, el corazón, la cabeza, por la oportunidad de ir a Marte. ¿Qué había que hacer, qué había que firmar, a quién había que conocer para embarcar en un cohete?”

A partir del planteamiento anterior y dentro de una lógica similar a la de Bradbury, aunque con sus particularidades, distintos  autores registraron en películas y libros que la llegada a otros planetas, su conquista y su colonización, terminaba reemplazando la organización y cultura de los lugares ocupados, replicando las causas por las que decidieron jugarse su suerte en otro sitio del espacio y poniendo de manifiesto que tal proeza tecnológica no incluía el cuido de sus implicaciones filosóficas y éticas.

Regresando a nuestro actualidad terrenal, sobran los estudios que de una u otra forma diagnostican las amenazas que se ciernen sobre la humanidad, bien sea a través del cambio climático (respecto al cual las recientes declaraciones de la Agencia Internacional de Energía son terminantes), la guerra biológica, las armas nucleares, el crecimiento demográfico, factores todos que dejan la mesa servida para el debate sobre la posibilidad de mudarse a Marte, convertido, como leí en algún lado, en una suerte de “copia de seguridad” para los terrícolas.

¿Ficción o profecía?

Jeremy Rifkin, a quien he citado en muchas ocasiones, ha llegado a afirmar que somos una “especie en extinción”. La huida a otro lugar del espacio se nos asoma desde la ciencia ficción como solución a nuestra crisis civilizatoria, soslayando la necesidad y la posibilidad de transformar la esencia de los esquemas que han modelado la organización y los propósitos de la vida humana durante las últimas décadas.

Uno se pregunta, entonces, si la ciencia ficción es más bien un pronóstico y si la realidad termina calcando la fantasía. De paso, cuál será ahora la respuesta del profesor que, cuando yo era niño, dijo lo que dijo sobre los enanitos verdes.

  


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