Tras su fallecimiento, muchos de los esfuerzos propagandísticos del régimen estuvieron dirigidos a lograr que Chávez ingresara en la categoría de héroes nacionales. Las oficinas públicas se llenaron de retratos suyos, donde compartía el espacio de las paredes con el retrato de Simón Bolívar. El propósito era obvio y grotesco: sugerir que uno y otro constituían la dupla de libertadores de la patria venezolana. Nada menos.

El régimen organizaba ceremonias de deliberado patetismo e inflamada retórica, en ese bizarro lugar bautizado con el nombre de Cuartel de la Montaña, el mausoleo militar y militarizado de Chávez (por cierto, que fue allí donde Chávez se rindió en 1992, derrotado por las fuerzas militares que defendieron al sistema democrático). En los kioscos del PSUV se vendían franelas con la siniestra imagen de los ojos de Chávez. Sus voceros, haciendo piruetas verbales, repetían: ¡comandante eterno, comandante eterno, comandante eterno! Hacer uso de la fórmula «comandante eterno» ante los micrófonos fue, durante algunos meses, el método facilón, barato e inconfundible de mostrarse leal y comprometido con la revolución bolivariana.

El asunto del uso que se hizo de la imagen con los ojos de Chávez es un capítulo que ha ocupado la atención de algunos estudiosos. Se pretendía producir la sensación de que estaba en todas partes, observando. Que, aunque hubiese fallecido, Chávez permanecía, seguía estando presente, no de cualquier manera, sino como una especie de vigilante omnipotente, capaz de verlo todo, en todas partes. Un método totalitario, en el que se invirtieron grandes cantidades de dinero público. Muchos caraqueños deben recordar la imagen desplegada en las escalinatas de El Calvario, en pleno centro de Caracas.

No fue una contracampaña, ni la acción coordinada de los sectores opositores para desmontar la perversa operación, lo que acabó con la intentona. La liquidó, de modo paulatino, el deterioro del país. Los ojos de Chávez se convirtieron en cómplices de la hambruna, el colapso de los servicios, los apagones y el desbordamiento de la delincuencia. Las ceremonias se fueron espaciando. Pasó lo que tenía que pasar: la mayoría de la sociedad dejó de escuchar aquellas cantaletas. El hambre y la enfermedad no son compatibles con el palabrerío vacuo del régimen. Una familia que no encuentra cómo alimentarse no quiere, no puede escuchar promesas de redención.

En términos históricos, lo que ha ocurrido es que los dos modelos que convivían en el seno del régimen, cambiaron su peso relativo. Hay toda una etapa, donde el modelo represivo, destructivo de las libertades de todo orden y de desconocimiento de los derechos, se articulaba o combinaba con una operación propagandística ejecutada en distintos planos, en todo el territorio nacional. Se invertían recursos financieros fuera de toda proporción, en campañas de televisión, radio y redes sociales y, también, se realizaban campañas difamatorias, se usaban herramientas de guerra sucia, se perseguía a los periodistas con policías, paramilitares, militares y tribunales. La política de hegemonía comunicacional tenía como propósito consolidar un régimen propagandístico: que no encontrara oposición mediática significativa, sino lo contrario: un apoyo constante, acrítico y falseador de la realidad, que simultáneamente y a toda hora contribuyese a la exaltación del culto a la personalidad.

Quizás sea posible ubicar en el año 2014, aproximadamente, el momento en que la barrera propagandística colapsó por completo y dio paso a un régimen fundamentado en la persecución de disidentes y opositores, la represión sobre personas y familias indefensas, el secuestro y las desapariciones forzadas, la tortura a los presos políticos. A partir de ese año, la tendencia que venía profundizándose desde los años 2012 y 2013, la de usar la violencia desproporcionada en contra de quienes protestaban, dio un salto y el carácter de la propaganda cambió de forma sustantiva: dejó de vender los supuestos beneficios de la revolución bolivariana, dejó de prometer el paraíso (por ejemplo, la contenida en el absurdo eslogan de “Ahora Pdvsa es de todos”), para empeñarse en otro objetivo: esconder el colapso del país, ocultar la gigantesca maraña de corrupción e impunidad, argumentar que no había una crisis extendida en cada punto del territorio, sino que los problemas eran pocos, coyunturales y aislados.

Que en días recientes la imagen de Chávez haya reducido su presencia en el espacio público venezolano, pero también en los despachos gubernamentales, no solo es producto de un movimiento táctico de Maduro y sus secuaces: en ello actúa el desinterés, la desmovilización política del chavismo. Ya no hay energías para pintar murales, ni para colgar afiches, ni para reivindicar el sentido, algún sentido de pertenencia o de afecto político. El régimen chavista y madurista es una amalgama de corruptos, enchufados y oportunistas, civiles, militares, alacranes y convivientes. No más que eso. A ese conjunto le tienen sin cuidado los ojos de Chávez, los eslóganes, la ideología de cartón piedra o las campañas de mentiras. Ya ni siquiera les importa ocultar las ruinas. Las fuerzas del régimen están y estarán enfocadas en sus únicos tres objetivos: robar y seguir saqueando el patrimonio de Venezuela; continuar reprimiendo y torturando; y, por último, haciendo toda clase de trampas y engañifas con el único propósito de mantenerse en el poder por tiempo indefinido.


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