Decía José Manuel Roldán Illescas, catedrático de Historia Antigua de la Universidad Complutense, que “la memoria histórica existe y ¡ay del pueblo que la pierda!”; y es que esa frase es plenamente aplicable cuando se habla del sistema judicial venezolano, hoy destruido desde su cúspide hasta el más bajo nivel jerárquico, como consecuencia de un plan macabro de apoderarse del poder para demoler las instituciones democráticas nacidas y creadas al amparo de una República Civil que, por desgracia, se fue al traste luego de 40 años de existencia.

Cualquiera pudiera pensar que la inexistencia de un sistema judicial en Venezuela es simplemente producto de la supuesta tara iberoamericana que impide a los países situados al sur del río Grande desempeñarse en democracia porque son producto de la improvisación de unos jefes militares que en el siglo XIX decidieron separarse de España para asumir la responsabilidad de conducir naciones soberanas; y que, por tanto, el que Venezuela hoy no cuente con un sistema judicial autónomo e independiente es simplemente porque se trata de uno de esos pueblos díscolos no aptos para el ejercicio democrático.

Pero resulta que esa percepción es falsa y temeraria y, precisamente por ello, es obligatorio que se conozca que Venezuela, en su pasado dictatorial y democrático, contó con un sistema judicial consolidado a lo largo del tiempo pero que, como los grandes imperios, fue produciéndose la caída que sucede al auge para sumirse, finalmente, en el lodazal mar de la felicidad que gracias al socialismo del siglo XXI se ha tragado las instituciones venezolanas y, entre ellas, el sistema judicial.

La larga guerra de independencia acabó con la economía venezolana, de modo que para 1830 el país se encontraba sumido en la miseria y en medio de enfermedades tropicales que afectaban a la mayoría de la población, y en ese caos se promulga la Constitución que regiría para la provincia de Venezuela que acababa de abandonar la Gran Colombia.

En esa Constitución, al estilo de la carta magna de Estados Unidos, y siguiendo las lecciones del barón de Montesquieu, se consagró la separación de poderes pero en la práctica era letra muerta no solamente por la falta de jueces en un país devastado sino también por la complacencia y el amiguismo, aunque hubo algún juez que conocía de administrar justicia, como aquel que sancionó a María Antonia Bolívar en un proceso penal que se había iniciado a instancia de la mantuana dama contra el vendedor de peinetas, pero también se encuentran las denuncias de Pedro Núñez de Cáceres sobre la decadente administración de justicia en los tiempos del “Monagato”, en las que narra el negociado de cargos en la Corte Federal a la vez que describe el corrupto foro judicial de Caracas hasta más de la mitad de la centuria XIX.

Este panorama, sin embargo, y pese a que el país inicia el siglo XX con dictaduras que sumaron 36 años, -Cipriano Castro y Juan Vicente Gómez- el sistema judicial comienza a presentar una cara distinta, donde abogados y juristas se incorporan a la carrera judicial.

Se preguntará cualquier oyente el motivo de ese cambio y es que la posición de juez comenzó a verse como un cargo de prestigio que resolvía controversias entre particulares mientras que los asuntos penales de naturaleza política estaban a cargo de la policía política que se encargaba de encarcelar a los “revoltosos” y enviarlos a la cárcel del Obispo o al castillo de Puerto Cabello.

Igual sucedió con el sistema judicial a raíz de la muerte de Gómez, pues jueces designados durante los mandatos de los generales Eleazar López Contreras e Isaías Medina Angarita se mantuvieron en sus cargos mientras se sucedían acontecimientos políticos como el 18 de octubre de 1945, el 24 de noviembre de 1948 y el 23 de enero de 1958, resultando muchos de ellos con reconocimiento público por sus actuaciones, lo que revela también la existencia de una carrera judicial aunque no existiera ley que la regulara. Hasta algunos de ellos llegaron a ser magistrados de la Corte Suprema de Justicia nacida por voluntad del constituyente de 1961.

Lamentablemente, la política partidista dio al traste con todo ese estado de cosas en el que se respetaba la carrera judicial siempre que el juez observara buena conducta y administrara justicia de manera imparcial; y una deplorable Ley Orgánica del Poder Judicial creó un Consejo de la Judicatura, en el cual su integración se efectuaba de acuerdo a un reparto de cargos, lo que se repitió inmediatamente en toda la organización judicial del país. ¿De qué partido es el juez? Se preguntaba uno cuando un caso litigioso le era consultado.

Por supuesto, la situación se fue por la borda siguiendo el rastro de la política hasta la desaparición de la República Civil hace más de dos largas décadas, en las que vimos el “corte de cabezas” de los jueces del país por unos inconstitucionales decretos de emergencia del Poder Judicial, el nombramiento ilegal e inconstitucional de magistrados del TSJ, el nombramiento digital de jueces provisorios, el acoso a jueces y magistrados, como los del Tribunal Supremo de Justicia legítimo, todos víctimas de la persecución política por parte del régimen.

De hoy, gracias a la tecnología y a las redes sociales estamos enterados de que el sistema judicial venezolano no existe, y lo vemos y lo comunicamos a diario, de manera que el mini recuento histórico que me he permitido hacer debe ser profundizado para que sirva de guía a quienes aspiran a la reinstitucionalización del sistema judicial, sino también a los actores políticos para que tomen en cuenta y les sirva de ejemplo a la hora de tratar sobre la justicia que, así como Federico II el Grande, rey de Prusia, dijo “Hay jueces en Berlín”, se sepa que en Venezuela hubo jueces, y los hay!

Esa memoria no puede perderse sino que tiene que estar viva para ser ejemplo de las presentes y futuras generaciones de quienes abrazan la carrera judicial; y, por el contrario, a quienes traicionaron la sagrada misión de administrar justicia para prestarse al servilismo, quedarán en el basurero de la historia bajo una pesada lápida que hará desaparecer sus memorias.


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