Que a los viejos se les aparta, después de habernos servido bien“. (“En tránsito“. Joan Manuel Serrat).

Llega un momento en la vida en el cual, si uno tiene la suerte de conservar a sus padres o, al menos a uno de ellos, se da cuenta de que se está produciendo un giro de los acontecimientos que, si bien es esperado, siempre pilla por sorpresa. Es justamente el momento en el que te das cuenta de que, a partir de entonces, vas a tener que asumir con tus padres ciertos roles que, hasta entonces, venían en sentido inverso. Para ser claro, te conviertes, en cierto modo, en el padre de tus padres.

Esto no es nuevo, no se vayan a pensar. Viene ocurriendo generación tras generación, si bien en el caso de los que contamos en la actualidad con padres octogenarios, viene unida a un indudable aumento de la longevidad, por lo que nos encontramos en la obligación de atender necesidades que antes, en la mayoría de los casos, no surgían.

Además de ello, en estos últimos años ha sucedido algo que no ocurría desde la época industrial, que tantos avances y cambios trajo a la vida diaria. Esto no es sino el increíble e imparable avance de las tecnologías, tecnologías llamadas a mejorar nuestra vida, en teoría, pero que en el caso de una generación tecnológicamente poco formada, más bien genera un handicap insalvable.

Es precisamente por el rol que se establece en estos casos en los que tus padres ya necesitan tu ayuda, por el que te das cuenta de que estamos haciendo un nuevo mundo que a nuestros mayores les es ajeno.

Sinceramente, este siglo XXI podría definirse perfectamente como el siglo egoísta. Amparados en el bienestar, pero no en el bienestar común, sino en el individual, estamos promoviendo un mundo de egocentrismo en el que prima la posición particular, despojándonos absolutamente del sentimiento de grupo, sea grupo entendido en el más amplio sentido de su acepción. Vivimos en el siglo del “¿qué hay de lo mío?“.

Esta forma de ver el mundo, tan cortoplacista, nos pasará la factura, sobre todo a los que ya pasamos la cincuentena, ya que, al menos, nosotros nos formamos como personas en el siglo XX, un siglo en el que para jugar había que interactuar, había que tener amigos. Ahora, para nuestros hijos, los amigos son prescindibles, al menos para su ocio, sustituidos o sustituibles en muchos casos por la tecnología que nosotros no tuvimos. Esto, lógicamente, no hace sino potenciar y promover aún más esta individualidad.

Hablaba, la semana pasada, de las tribus urbanas de nuestra juventud. Nosotros teníamos un sentimiento de grupo. Éramos  Heavys, Pijos, Punks; éramos parte integrante de un grupo. Si ahora les preguntamos a nuestros hijos qué son, en el sentido de grupo o colectivo, en la mayoría de los casos no nos podrán responder. Simplemente, no hay respuesta.

Y no hay respuesta por una razón muy clara. No hay colectivo.

Viéndolo desde esta perspectiva, es más fácil entender que un joven desarrollador de cualquier gran compañía se siente a diseñar el software de, no sé, los nuevos cajeros automáticos, o los algoritmos que nos atienden cuando llamamos a cualquier número de atención al cliente, y no tenga en cuenta que habrá personas mayores, no ya con problemas cognitivos, ni sensoriales, sino simplemente mayores, a los que les será imposible manejarse en ese entorno. Y si tienen  la suerte de tener a alguien que les ayude en tan ardua labor, sobrevivirán al intento de cambiar de compañía telefónica o de ordenar una transferencia, pero si no tienen tal suerte, mejor es que tengan a mano una buena botella de ron para sobrevivir en la isla desierta a la que les hemos desterrado.

Añoro aquellos tiempos en los que ibas al banco, sin cita previa, con unos cuantos billetes y rellenando un formulario los ingresabas en tu cuenta. Ahora, si son menos de 600 euros, al cajero.

Es más fácil que mi padre ingrese en los Cowboys de Dallas, de quarterback, a que ingrese dinero en el cajero. Ya se lo digo yo. Y no porque mi padre no sea listo, que es diez veces más listo que yo y que usted juntos. Simplemente, el cajero es un jeroglífico de la gran pirámide. Indescifrable.

No estoy descubriendo nada nuevo. Cualquiera que se encuentre en una situación personal similar, sabrá de qué estoy hablando. El fondo del asunto no es este. El fondo del asunto es si una generación que nos ha posicionado en el lugar en que estamos, merced a mucho trabajo, mucho pluriempleo y muchos desvelos merece que ahora que hemos alcanzado la cima, les demos de lado.

Me gustaría, en este punto, dirigir una reflexión a la generación de mis hijos, aquellos que están destinados a soportar, social y económicamente, nuestra senectud. Pensad en todo aquello que vuestros padres hacen por vosotros. En todo aquello que está muy por encima de nuestras obligaciones paternas; en todo aquello que podría considerarse superfluo y que para vosotros es básico. Luego, en un ejercicio de responsabilidad, poned los pies en el suelo y meditad sobre dónde estáis. Mirad alrededor y ejerced un tóxico pero necesario ejercicio de comparación. Después, pensad en lo que vuestros padres afrontan, en sus renuncias personales, en sus sacrificios individuales, en su esfuerzo sobrevenido para que vosotros podáis disfrutar de todo aquello que consideráis básico, normal.

Y después de todo esto, pensad hasta dónde estáis dispuestos a llegar cuando sean vuestros padres los que necesiten ayuda. Qué sacrificios personales podréis afrontar. A qué podréis renunciar.

Desde mi madurez sobrevenida, quisiera  saber a qué me tengo que enfrentar; qué es lo que puedo esperar, para imbuirme de este espíritu de que hay de lo mío, disfrutando de un patrimonio que me cuesta, hoy por hoy, grandes sacrificios mantener, en pro del bien de mis hijos, que me habrán de sostener en mi ancianidad, o, por el contrario, dilapidarlo todo para el mayor confort de mis días postreros.

No tengo nada que reprochar a mis padres. Del mismo modo, no me gustaría tener nada que reprocharme como padre.

Pero como dice mi buen amigo David, “puedo ser un cabrón pero no un tonto“.

No demos nada por hecho. No hay certezas. No hay seguridades. Solo una bruma densa y gris, que nos permite, apenas, intuir lo que viene por delante.

Y cambia con el viento. Introspección, reflexión, intuición.

Intención, acción.

Conclusión.

@julioml1970

 


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