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Hoy ha vuelto a pasar. Me he vuelto a despertar bañado en sudor después de soñar una de mis pesadillas recurrentes. De todas las situaciones terroríficas que se pueden presentar de improviso en mi subconsciente, esta me provoca, solo de pensarlo, escalofríos.

Resulta que estoy en Ikea, ese templo del tornillo y la llave allen, y de las albóndigas, algo que nunca he entendido. Debe ser algo inherente a la cultura sueca ofrecerte un tentempié después de colocarte, no sé,  una estantería Kallax que te va a joder, alegremente, la mañana del domingo y si puede ser la tarde. Al menos las albóndigas vienen montadas. Solo faltaría.

Pues nada, he ido yo solo a Ikea, por mi propia voluntad y me encuentro allí feliz, entre las cortinas Gunrid y el armario Rakkestad. He de decir que esto ya empieza a convertir el sueño en surrealista porque dudo mucho que ningún hombre, heterosexual al menos, vaya felizmente solo a Ikea sabiendo que lo que viene después es desriñonarte cargando muebles y ser candidato al síndrome del túnel carpiano a base de darle a la llave, pero,  en mi sueño, estoy feliz.

Paseo entre las cómodas Koppang y los aparadores Hemnes con la sonrisa en la cara, como si me encontrase en Campoamor oliendo el Galán de Noche cuando, repentinamente, la cosa empieza a torcerse.

Desde lo más profundo de mi vientre, allí donde el intestino pierde su razón de ser para convertirse en esfínter, una sacudida, una compulsión diría, me hace perder el oremus. No es algo leve, paulatino, sino esa situación que te indica que tienes que correr, correr frenéticamente, antes de que las consecuencias te coloquen en una situación más que incómoda. Entonces me doy cuenta…  ¡estoy casi al final de la tienda y los servicios están a la entrada! Si alguna vez han intentado retroceder en una tienda de Ikea, habrán comprobado que es imposible. Están diseñadas para que no salgas de allí sin ver absolutamente todos los artículos. ¡Putos suecos! El fluir del público me impide avanzar contracorriente y cuando ya creo que es el final, que voy a claudicar sin remisión al impulso de la naturaleza, encuentro un baño. ¡Alabado sea el Señor! Impecable, blanco reluciente, magnífico. Así que en el último segundo, en el tiempo de descuento incluso, consigo bajarme los pantalones y cumplir con la imposición de mis intestinos.

Entonces, en el momento del éxtasis, ese momento que solo es superado por el orgasmo, y no siempre, miro hacia arriba y me encuentro una familia, con suegra y todo, que me miran espantados. Tardo un instante, uno de esos segundos que duran varias horas, en comprender que no he encontrado un aseo, sino la exposición de baños.

Por fortuna, ese es el momento en que me despierto empapado en sudor y jadeando, como cuando sueñas que caes al vacío y te despiertas al llegar al suelo, ahorrándome tener que dar explicaciones a mis perplejos espectadores. Espeluznante.

Creo que esta pesadilla viene originada por algo que me ocurrió en mi infancia, concretamente a los 15 años. En aquel 1985, mis padres habían cumplido sus bodas de plata, lo cual quisieron celebrar con un viaje por Europa. Nos encontrábamos en Florencia. Sitúense. Viaje en autocar desde España con un grupo de personas de varias nacionalidades. A esas alturas, ya habíamos hecho amistad con otros integrantes del grupo y veníamos de cenar, paseando hacia nuestro hotel, en la cálida y mansa noche florentina. Nada hacía presagiar que en unos instantes íbamos a ser protagonistas de una escena digna de Woody Allen.

Avanzaba el heterogéneo grupo por las calles del barrio Oltrarno cuando de repente, de forma espontánea y sin mediar palabra, mi padre, que en ese momento conversaba con un compañero de viaje mejicano, cesó en su conversación y echó a correr desesperadamente. Los demás componentes del grupo, unas catorce personas entre las que se encontraban mi madre, mi hermano Javier de 12 años y yo mismo nos miramos perplejos preguntándonos “ ¿dónde coño va este hombre?“.

Tras superar los primeros momentos de aturdimiento y comprobar que no nos perseguía un toro ni cualquier otro animal salvaje que se diera por las calles de Florencia aunque yo lo ignorase, hice lo que cualquiera haría en este caso, creo, y eché a correr detrás de él, provocando un efecto dominó que hizo que en unos segundos quince personas corrieran desesperadamente por las calles italianas, en su mayoría sin saber por qué corrían y adónde narices iban. Todos, menos mi padre, que conocía perfectamente el motivo de la espantada.

Tengo que decir que mi padre, si bien siempre ha sido un gran hombre, no ha sido nunca un gran deportista, pero esa noche era Jesse Owens. Qué coño, era Usain Bolt. Imposible darle alcance.

Si alguna vez han estado en esta zona de Florencia, recordarán que, al menos en aquella lejana y añorada época, este barrio recuerda más bien a un pueblo, con casas unifamiliares de una sola planta y con sus vecinos sentados en las cancelas al calor del agosto italiano, por otra parte, infernal. Pues ahí estábamos corriendo tras de mi padre que nos sacaba una ventaja considerable cuando, de repente, este llega a una casa que tenía la puerta abierta y se mete dentro. Pueden imaginar nuestra perplejidad ante la situación. ¡Si mi padre no había estado nunca en Florencia! Peor aún fue cuando, a los pocos segundos, salió flechado de la casa para introducirse en la de al lado que para más ende tenía dos viejecitos sentados en la puerta que se miraron y siguieron a lo suyo como si ocurriese todas las noches que un español fuera de sí entrase en su casa sin siquiera saludar. Tampoco se inmutaron cuando un grupo de españoles, mejicanos y venezolanos, con algún que otro cubano, nos detuvimos jadeando y sudando como pollos a la puerta de su casa.

Una vez recuperado en parte el resuello y tras dar una vuelta de 360 grados a la situación, como Neo en Matrix, ya iba a introducirme en la casa cuando vimos salir a mi padre con una sonrisa de oreja a oreja, saludando a los viejecitos de la puerta como si los conociera de toda la vida y dándoles las gracias pletórico de gozo.

Solo entonces supimos que lo que había motivado tan frenética carrera, como en los locos de Cannonball, había sido una repentina descomposición que le había hecho buscar, por instinto primario, un baño público o, en este caso privado, donde dar rienda suelta a sus necesidades más escatológicas. Que lo hacía, vamos.

Según nos relató, entró en la casa y tras atravesar un salón donde otro matrimonio de mediana edad veía la televisión, abrió la primera puerta que se puso a su alcance que bien podía haber sido el armario de las escobas y tuvo la suerte de darse de bruces con el cuarto de baño, al cual llegó, como yo en mi pesadilla, en el tiempo de descuento.

Supongo que en una ciudad donde la cossa nostra campa a sus anchas, cualquier situación surrealista te parece posible y el matrimonio del salón, lejos de preguntar, se sintió aliviado cuando mi padre salió de su baño subiéndose la bragueta y les dijo arrivederci sin volarles la cabeza ni nada. Eso sí, seguro que uno de los pensamientos que les atormentará en su lecho de muerte será quién coño era el señor con bigote que se coló en su casa y en su imaginario personal, supongo que para siempre, una noche de agosto de 1985.

Indudablemente, en tiempo de guerra, cualquier agujero es trinchera.


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