Preservación UCV

Cualquier lucha auténticamente emancipadora implica, sin duda, un consciente y constante esfuerzo por no dejarse arrebatar el propio mundo significante y por recuperar las partes que de él la opresora bestia mantiene atrapadas entre sus garras para fortificarse, lo que en términos en verdad sustantivos no tiene nada que ver con aquella noción de «espacio» que tanto y en tantos lugares ha entorpecido tal lucha por la libertad en estos primeros años del siglo XXI.

Sí, la universidad debe defenderse. Sí, hay que defender también la empresa y las tierras. Sí, defender de la misma forma la urbanización y la localidad. Es un imperativo ético la defensa de todo lo que quieran robarse los usurpadores del poder; sí. Sí, sí, sí y un rotundo sí, aunque no por ello debe concebirse el «espacio» como una especie de «isla» medianamente cómoda para atrincherarse y (sobre)vivir al margen de la vida entregada a la destrucción que todas las víctimas atrincheradas en sus «islas» le dejan vivir a su totalitarista agresor.

«Aquí las autoridades universitarias son independientes», «nuestro alcalde es de la oposición», «nuestra asociación de vecinos no está alineada con el régimen», «dos de los cinco rectores son “nuestros”» y un sinfín de sandeces como esas dan cuenta del estado de estrechez al que se le permitió llegar a un pensamiento que, en el summum del delirio, presume de ser sensato y «democrático», por cuanto cualquier utilidad del «espacio ganado» no pasa de mera ficción si los que permiten el efectivo ejercicio de los derechos y del poder permanecen secuestrados por los peores criminales.

De nada vale el «espacio» de una universidad «autónoma» y con autoridades independientes si la mafia que mantiene bajo su control el espacio nacional del que esa institución forma parte no le proporciona ni deja que ella misma se procure los recursos que requiere para ofrecer salarios atractivos, garantizar la educación continua de su personal, impulsar la investigación de calidad y el desarrollo de tecnología de punta, mejorar su infraestructura en función de sus necesidades presentes y futuras, y cumplir con sus demás obligaciones. ¿O cuál era, verbigracia, la situación de las universidades autónomas venezolanas antes del golpe que se dio en la Simón Bolívar por conducto de la imposición de unas autoridades al servicio de los intereses de la nomenklatura? Tropelía ante la que, sí, se debe alzar la voz.

Asimismo, ningún beneficio reporta el «espacio» de una localidad o región si el alcalde o el gobernador «opositor», el mismo estafador que prometió la resolución de todos los problemas en tal «espacio» con claro conocimiento de la imposibilidad de lograrlo, solo para hacerse con el cargo y una supuesta cuota de poder, poco hace a causa de la asfixia presupuestaria y «legal» a la que somete a su alcaldía o gobernación la mafia que mantiene bajo su control el espacio nacional del que esta forma parte. ¿O es que, por ejemplo, en la Venezuela de los últimos años no ha habido alcaldes y gobernadores opositores, todos promotores de la elaboración de hermosos murales y algunos hasta de la ornamentación vegetal, pero ninguno con los recursos y el margen para un accionar en pro de la creación, recuperación, mantenimiento o mejora significativa de sistemas de alumbrado, alcantarillado, vialidad, transporte público, atención a la salud y de otra índole, y de aspectos adicionales relacionados con las actividades en el espacio municipal o regional?… ¿Y qué cambió para que ahora algunos aseguren que en esta «nueva» etapa sí lo harán y que con su ascenso al «poder» local se comenzará además a transitar el «verdadero» camino a la libertad de la nación?

La fácil aceptación colectiva de las ficciones que permiten eludir la asunción de una lucha de inconmensurables sacrificios en mares de lágrimas, aquella factible y capaz de conducir a la emancipación, es sin embargo muy fuerte, incluso más que el mejor de los instintos de supervivencia, y esto en particular no es consecuencia de una generalizada estupidez. Es probable —y de ello me he ido convenciendo con los años— que sea más bien producto de aquel prístino mecanismo de «defensa» de unos mínimos niveles de «tranquilidad» por el que los más siempre han creído que lo malo es ese algo que le ocurre al «otro» o que su superación, cuando sobreviene a pesar de tal «certeza», es la razón de ser de unas invisibles fuerzas, no necesariamente divinas o sobrenaturales, que están allí para conjurarlo de modo indefectible y atraumático, y conducir a un ulterior estado de dicha y bienestar general.

Creer que nunca se padecerá una enfermedad como el cáncer, que un terremoto no devastará la zona en la que se reside, que la propia vivienda se mantendrá en pie pese a sus daños estructurales o que nunca se vivirá bajo el yugo de tiranos y esclavistas es el estado de seguridad aparente hacia el que tiende la mente humana en el grueso de los casos, por su propia «paz», para una vida que se pueda vivir, ya que son pocos los que pueden soportar la carga de un permanente estado de alarma y angustia por todos los peligros imaginables, y cuesta suponer que alguien quiera vivir de ese modo, pero, en todo caso, esa manera de estar para poder vivir con un mínimo de «tranquilidad» deja de contribuir a tal propósito cuando ciega y lleva a sustituir el sentido común por un pensamiento mágico que desbroza la vía por la que el mal que se quiere alejar corre libre, y es justamente este pensamiento el que subyace tras la idea del «espacio» como santuario que resguardará de aquel hasta que una luz, «de todas todas» y más allá de lo explicable, lo disipe y se pueda volver a disfrutar del espacio común.

La de la «cómoda» trinchera permanente como «espacio» a defender en un eviterno estado de esclavitud resulta así, si se reflexiona con mente abierta y serenidad de espíritu sobre ello, una noción en extremo inicua, y de hecho su nocividad ha sido puesta de manifiesto, una y otra vez, por los disgregativos efectos del accionar al que, en estos inicios de centuria, ha movido su afianzamiento en el imaginario colectivo de las sociedades tiranizadas, como la venezolana, en cuyo fragmentado seno innumerables grupos han disipado la mayor parte de sus esfuerzos de más de dos décadas en la infructuosa «preservación» de la suya, sin comprender que un régimen totalitario es un agujero negro, de suerte que siempre acaba fagocitándolo todo. Y es esa la razón de que la lucha emancipadora no sea la suma de luchas por «islas», ni sea tampoco la libertad de una nación, la libertad en cuanto realidad ya materializada, la inevitable consecuencia del mantenimiento de tales «espacios» en ella, como muchos se han empeñado en creer.

La conquista de la libertad de una nación solo es posible desde una única lucha: la de todos o la mayoría por su espacio nacional, por el Espacio —así, con mayúscula—, el realmente útil, el que posibilita el efectivo y sano ejercicio de los derechos fundamentales y del poder cuando se configura como sistema democrático. Una lucha, por tanto, sin atrincheramientos y sin «acuerdos» para ponerles tres o cuatro eslabones más a las cadenas con el propósito de que cada quien pueda arrastrarse diez o veinte centímetros más lejos del opresor y entrar «feliz» al individual «espacio seguro».

Más obviedades… pero ¡cuán difíciles de ver y entender!

@MiguelCardozoM


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