«La arenga de penoso y homínido ancestro; el fetichismo o ridículo culto a la personalidad de individuos ofuscados y perversa psique, la reverencia incómoda y de normativa» (J. U.)

No hemos perdido la dignidad totémica para la cual ningún presunto prócer alcanza magnanimidad sin que primero nos empalaguemos, en tumulto, con dopamina y tabúes. Los años de postguerra independentista no restituyeron la emancipación originaria a los aborígenes. No hubo poder de mando perpetuo, lisonjas, pedestales para prefabricados líderes, ofrecimientos de paga por servicios castrenses, homenajes ni reconocimientos a gloriosas gestas en hemiciclos que lo vindicasen memorables crímenes.

Al cabo y decantación de las matanzas de conquista e independencia, Simón Bolívar exorcizó incorporándose humano al deponer su letalidad para culminar sus días como un solitario hacedor de pensamientos: que, virtud a una provecta escritura, lo delatarían constipado pero igual vehemente en sus ideas libertarias.

En el curso del siglo XXI no deberíamos sobriamente inferir que el mundo tiene locos con parentesco o estirpe de épicos que no sean lúcidos extremos. En ocasiones, nuestra psique necesita ejercitarse en imaginarios para sintonizarnos con mitos ancestrales o  «transmutarnos» hacia las dimensiones del éxtasis y la euforia. Somos (totémicos) tumultuosos en el ejercicio de la disipación, licencia y concordia: felices en convites para el desahogo, e iracundos en la asimilación forzosa del error. Nuestra naturaleza colapsa cuando experimenta frustración, desencanto, desamor, resaca. Ningún suceso purga más expeditamente pasiones colectivas que el linchamiento moral o físico «del otro» nuestro prójimo. Cuántos mililitros de adrenalina genera la arenga. La oferta de mutilación y retoño de lo imposible que no será trascendida por ninguna otra, entre quienes somos menos inhumanos (conforme al juicio de un casi olvidado psicoanalista de apellido Jung).

Por ello, el «tótem» exige sus «tabúes». En su penosa circunstancia, implora la irrupción de semidioses de imaginario, para confirmar que no es infundada su propensión hacia la estupidez y que no es un obcecado ignorante porque «nada sabe» sino por mantenerse ebrio. Nadie es imbécil por padecer la desgracia de no tener condiciones intelectuales. Advierte que de su entrepierna pende un falo ocasionalmente erguido, pero la mayor parte de su vida lo ve corvo y asume que con él lo está irremediablemente.

La arenga de penoso y homínido ancestro; el fetichismo o ridículo culto a la personalidad de individuos ofuscados y perversa psique, la reverencia incómoda y de normativa, la exploración lúgubre tras la pista de un ascendiente prócer que nos legitime corajudos. Bolívar no fue «providencial» como tampoco quienes le sucedieron, ni alguien lo será en nuestra realidad y tiempo. No experimenté mirarlo atravesar cuerpos con su espada, atento a mis encuentros con su pensamiento: porque las palabras, aun cuando fueren incisivas, no hieren de hecho. Escojo escrutar a ese que filosofacto.

No me inclino ni contiendo en mitad del sonido de una trompeta de fanfarrón, me acerco y pronuncio, discierno, le diré al nervioso que mejor enfundar su «escupefuego». Los peligros cesan cuando nuestras mentes blindan la existencia mediante pensamientos.

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