«Cada una de las frases que escribo se refiere al todo, por tanto, son siempre lo mismo y, por así decirlo, solo son aspectos de un objeto visto desde distintos ángulos», asentó en un aforismo Ludwig Wittgenstein, de quien se cumplirán 133 años de su natalicio (Viena, 1889) el venidero 26 de abril y, 3 días después, el 29, 71 de su fallecimiento (Cambridge, 1951). No estoy tan desquiciado como para pretender equipararme con el brillante discípulo de Bertrand Russell, cuyo Tractatus logico-philosophicus es esquivo a mis lecturas y comprensión, pero me gustó lo atinente a la reiteración, pues, en el ejercicio publicitario aprendí a decir continuamente lo mismo, pero nunca de igual manera —«La originalidad no consiste en decir cosas nuevas, sino en decirlas como si no hubiesen sido dichas por otro», pensaba Goethe —, y hoy, Domingo de Resurrección, me apego a esa mágica e infalible fórmula, compelido por la urgencia o la pereza, aunque, permítaseme la digresión, no faltará quien en ella perciba un sesgo goebbeliano, emparentándola con una cínica máxima atribuida al poderoso Reichsministerium für Volksaufklärung und Propaganda y canciller relámpago (menos de 24 horas) de una Alemania agónica y claudicante: «Miente, miente, miente que algo queda; cuanto más grande sea una mentira más gente la creerá». El recordatorio viene a cuento, ¿involuntariamente?, a propósito del conflicto desatado en el este de Europa por la megalomanía de Putin, donde la reductio ad Hitlerum, expresión debida a Leo Strauss (1899-1973), filósofo judío germano y profesor de la Universidad de Chicago, dejó de ser falacia y devino en certidumbre —el ruso-ucranio no es el único  enfrentamiento armado en  curso: Etiopía, Yemen, Myanmar, Siria, Malí, Níger, Burkina Faso, Somalia, Congo, Mozambique y Afganistán son otros puntos del planeta donde también hay sangrientas contiendas; estas, sin embargo, no se libran en Europa, sino tercer mundo adentro y, bueno, ya se sabe cómo es el merequetengue—.

Hoy, repito, es Domingo de Resurrección, Pascua Florida y, a tono con los evangelios canónicos, la cristiandad canta himnos de alabanza al ascenso de Jesús al reino de los cielos para sentarse a la diestra de Dios Padre.  En barrios y pueblos de Venezuela, policéfalos monigotes con las caras de Maduro, Padrino, los hermanos Rodríguez y el bellaco del mazo, entre otros rostros del mal, serán pasto de las llamas, metafórico final del modo de dominación estilo cubano, instaurado en el país, gracias al desgraciado golpe y al subsiguiente porrazo del 11 y el 14 de abril de 2002 —en alusión a lo ocurrido entonces, la historiadora Margarita López Maya declaró a BBC Mundo: «A Chávez le dieron la oportunidad de oro para radicalizarse»—. A objeto de apagar el ominoso crepitar de la candela condenatoria de los avatares de nuestros Iscariotes, quizás convenga deleitar el oído con la barroca exuberancia de la Pasión según San Mateo de Johann Sebastian Bach, porque motivos evidentes desaconsejan oír la Obertura de la Gran Pascua Rusa del ateo Nikolái Rimski-Korsakov. Démosle la espalda al fracaso y enfrentémonos a una sedición afortunada: la del 19 de Abril de 1810.

«Ni hechos, ni fechas. El gobierno ha borrado el estudio del pasado en el currículo del Bachillerato. En su lugar ha diseñado un programa ideológico para adoctrinar a las nuevas generaciones». La noticia bien podría referirse a Venezuela, pero no; me topé con ella en fugaz visita a las webs de la prensa española. Fue publicada en El Mundo y, aunque los  reparos de este periódico a la gestión de Pedro Sánchez son rasgos distintivos de una toma de partido adversa a la coalición gobernante en España, ellos no impiden suministrar al lector información veraz. La traigo a colación porque, con la reforma en liza, el PSOE procuraría acondicionar los anales de la República, de la guerra civil y de la resistencia al  franquismo a su modelo de organización social, prescindiendo de incómodas alusiones y toreando símiles, operación muy parecida a la  intoxicación ideológica practicada a todos los niveles en los programas de enseñanza venezolanos: desde el jardín de infancia hasta las licenciaturas y los posgrados de universidades e institutos superiores de dudosa solvencia. Mas no es este el espacio adecuado, ni hoy la ocasión para abordar la cuestión educativa, pues la idea del escribidor es tratar, como en años anteriores, la militarización del 19 de Abril, efeméride de raigambre civil, usurpada por el paracaidista Chávez y el gorilato bolivariano.

En sintonía con el norte de estas líneas, brujuleé en Internet a través de diversos y sobrecargados portales oficiales, todos redactados conforme a un patrón excluyente del procerato civil de la gesta emancipadora. En el site del Instituto Nacional de Estadística leí: «El proceso de Independencia estuvo precedido por el ideal de libertad de nuestros próceres: Simón Bolívar, Antonio José de Sucre, Francisco de Miranda, José Félix Ribas, Rafael Urdaneta y Carlos Soublette, por mencionar algunos». Este es apenas un botón de muestra de la manipulación y falsificación del pasado nacional con miras a definir una suerte de solución de continuidad entre el llamado ejército libertador —adjetivado invariablemente de glorioso, y alguna vez de honroso a riesgo de ser confundido con horroroso— y la fuerza armada nacional bolivariana. Lleva el nicochavismo 22 años martillando ese clavo, y festejando el turbulento Cabildo del Jueves Santo de 1810 con impertinentes desfiles, simulacros y ejercicios guerreros orientados a confiscarnos el pasado, cual ya hizo con el presente, negándonos, además, hasta el más mínimo atisbo de porvenir. ¿Habrán hojeado los artífices de la conversión de un acto de naturaleza cívica en imaginario combate el primero de los Episodios Venezolanos de Francisco Tosta García, dedicado en prosa de fácil digestión al 19 de Abril?

La revolución bolivariana ha hecho de la nuestra una historia militar, amojonada de escaramuzas elevadas al rango de épicos combates liderados por homéricos y deificados adalides, engalanados  con relucientes uniformes por el pincel y fabulación de pintores de batallas, o inmovilizados en gestos de marcial gallardía por el cincel de un escultor de olímpicos guerreros; una historia que prescinde del hombre común, purga al civil de los manuales escolares, minimiza su papel en la gestación de la República y lo arrincona en el  desván de trastos y cachivaches inservibles.

En las ceremonias socialistas a propósito de la fecha comentada, evocación tergiversada de un golpe de Estado perpetrado por civiles pudientes e ilustrados ―ahí está, documentado por el artista, el cuadro de Juan Lovera (El tumulto del 19 de Abril)―, se le asigna protagonismo principal si no absoluto al ejército, componente dominante de las ahora singularizadas fuerzas armadas. Hace más de una década, la revista Analítica opinó sobre el adulterino ritual castrense en estos términos:  «Pudiera parecer paradójico que el primer grito de independencia de la América Hispana, pronunciado por civiles en el Cabildo de Caracas el 19 de Abril de 1810, se conmemore con un desfile de milicianos enfusilados, guerrilleros comunicacionales, un pueblo esclavo disfrazado de rojo y unas zarrapastrosas y agonizantes Fuerzas Armadas; todos comandados por un teniente-coronel de pacotilla al servicio de la dictadura castro-marxista de Cuba».

En 1810, jóvenes ilustrados con vocación libertaria supieron y pudieron sacar partido a la abdicación de Fernando VII y la ascensión al trono de España de José Bonaparte, hermano mayor de Napoleón que, ¡vamos!, con ese remoquete de Pepe Botella poco han de haberle querido los españoles de la península y aún menos los de ultramar. Convertidos en transitorios defensores de los derechos del monarca depuesto, desconocieron el mando del capitán general, Vicente Emparan ―el dedo de Madariaga, tal vez sobraba, pero es buena anécdota a ser recreada en verbenas escolares― y dieron un paso categórico y ejemplar hacia la ruptura del cordón umbilical con Madrid. En 2022, la juventud venezolana comenzó de nuevo a levantar la voz por boca de una valiente recién graduada de la Universidad Simón Bolívar, la arquitecto Gabriela Álvarez quien, en su alma mater, intervenida por agentes de Maduro, Padrino & Co., enfiló sus baterías contra la espuria rectoría —«La universidad está en mengua. Nos enfrentamos a una realidad aplastante, a una institución en decadencia, a una puesta en duda del futuro de nuestra casa de estudios. Por si fuera poco, a lo anterior habría que añadir la falta de ética, liderazgo y misticismo por parte de las autoridades rectorales»—, provocando el patético retiro de la misma y la suspensión del acto académico. El país vitoreó y aplaudió a Gabriela. Ella encarna a una juventud que, en 2007, 2014 y 2017 venció el miedo al miedo y escribió páginas de coraje con la tinta de la heroicidad. Insistamos con Wittgenstein para concluir: «Las nubes no pueden construirse. Y por ello el futuro soñado nunca se hace realidad». Probablemente los sueños, sueños son; empero en la juventud confiamos porque, tal señala Fernando Savater, «es el suplemento vitamínico de la anémica rutina social».

 


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