Invasión a Checoslovaquia, 1968 | Archivo

Dedico este artículo específico, en medio de la serie que inicié para ustedes, a los valientes pueblos ucraniano y ruso. El primero porque tiene derecho a continuar el camino de independencia que escogió para pertenecer al mundo libre y democrático. Y al pueblo ruso que no merece a un asesino como Vladimir Putin al frente de esa nación.

“Aquel país que pujaba para parirse a sí mismo era una Venezuela promisoria. De lo mejor de las democracias de América Latina para entonces. Mi hermano Ángel se había destacado de modo formidable como brigadier mayor del liceo Gran Mariscal de Ayacucho. Fue, a lo largo de sus estudios, el mejor hasta entonces en la historia de ese gran centro de formación. Al concluir en 1974 el quinto año y como premio en el sesquicentenario de la Batalla de Ayacucho, el presidente Carlos Andrés Perez en ese su primer año de gobierno decide crear el programa especial de becas para dar al país y a las generaciones de jóvenes venezolanos de todos los estratos sociales, la mejor oportunidad de formación académica a nivel mundial. En el primer contingente marchó a Boston Ángel González del Castillo Yanes. Allí fui más tarde a visitarlo, en mi primer viaje a Estados Unidos. Era el regalo familiar por finalizar mi bachillerato con todas mis materias eximidas en línea, durante los tres últimos años…”

De una muy importante e inconsciente transición:

En medio de la emoción por el viaje a Boston, con la finalización de mis estudios de bachillerato en junio por haber eximido todos las materias, cumplía los dieciocho años. Tal premio del viaje me extrajo de la celebración junto a mis compañeros de la fiesta final de graduación. Sin embargo, ya había compartido la dirección de aquel “equipo prograduación” procurando dinero por todas las vías acostumbradas. Desde la asistencia al popular programa en Radio Caracas Televisión Viva la juventud que animaba el “Rolo’e Vivo” Guillermito González hasta una fiesta en el Club de Suboficiales en Las Mayas. El bonche fue amenizado nada más y nada menos que por la Billo’s Caracas Boys: “Pensándolo bien… tu cumpleaños no es cada año, tu hora de nacimiento la madrugada, por eso te felicito y me felicito cada mañana”.

Eran lo máximo aquellos bailes multigeneracionales. Compartíamos entre todas la edades, con nuestros padres, hermanos y amigos. ¡La Billo’s era para todos! Alternando con minitecas de la música del momento, disfrutábamos de nuestros viejos y los más chamitos. Imposible olvidar aquellos tiempos del noviazgo del liceo. El mío fue con ¡la más hermosa de todas! Sin demeritar a muchas muchachas bellas, flacas como la ex “Manzanita VAM» y luego Miss Venezuela Judith Castillo, por ejemplo. Pero lo que sí puedo asegurar, sin lugar a dudas, es que mi novia, bailarina de ballet de la academia de la Sra. Franklin, era la más linda entre todas ellas.

Hacer nuestra fiesta de prograduación en el Club de Suboficiales fue una gran ventaja. Las instituciones militares de Venezuela, entonces, eran no solo consideradas eficientes y eficaces, sino que mantenían el orden y contaban con gran respeto y admiración por parte de la comunidad en general. Tenían un estatus especial y de beneficios, pero al mismo tiempo era compartido por muchos. De una u otra forma, en aquella sociedad democrática ¿quién no tenía algún familiar militar? Desde los grados más primarios de tropa, hasta la cúpula del Estado Mayor en cada componente, la formación de la institución militar respondía a la composición de la pirámide social del país. La gran mayoría provenía de los sectores populares. El Ejército, organización primaria de nuestras Fuerzas Armadas de la República de Venezuela, poseía el mayor contingente, y junto a la Guardia Nacional controlaban el territorio nacional. Formar parte de cualesquiera de los componentes de aquellas fuerzas armadas era sinónimo de ascenso social, prestigio y estabilidad.

En mi caso, las primeras cercanías con la institución militar se produjeron de manera muy familiar. “La cuarta” en orden descendiente entre mis hermanos mayores, y tercera de las hermanas, tenía su novio de etapa liceísta a una cuadra de la casa; en la misma urbanización Los Rosales. De allí que este, al ingresar y estar internado  en la Academia Militar de Venezuela, tenía días de visita. Dadas las costumbres familiares de control de salidas de las hijas, las mayores de las hermanas debían acompañar a su hermana menor a dichas visitas. Así, de pronto, cuando comenzaron a permitírseles las salidas a los cadetes, literalmente nuestra casa se vio invadida por estos. De las tres hermanas mayores, ya en edad para que papá aceptara las visitas de los llamados “pretendientes”, dos terminaron contrayendo matrimonio con jóvenes oficiales del que entonces era considerado nuestro “Ejército Forjador de Libertades”.

Pasar de ser parte de a reubicarse en nuevo espacio:

Habiéndome mudado a la urbanización Las Acacias, en la misma parroquia Santa Rosalía, a un edificio que luego desapareció siguiendo la dinámica modernizadora del desarrollo provocado por el Metro de Caracas, viví allí con mi madre y la menor de mis hermanas los tres últimos años del bachillerato. Luego, al casarse esta última, viví solo con mi madre durante mis estudios universitarios de pregrado. Papá permaneció durante varios años solo en Los Rosales. Aunque no dejamos nunca de compartir los almuerzos de los domingos familiares, y la sobremesa con nuestro amado viejo, siempre le insistíamos en que se mudara más cerca de nosotros. La etapa previa de aquel par de años viviendo en Los Rosales, prácticamente solo con él pues mi otro hermano estaba internado en el Liceo Gran Mariscal de Ayacucho, me llevó a comprenderlo mucho más. Encontré en el deporte y demás entretenimientos como la música de la guitarra y otras actividades como la natación en el Círculo Militar de Los Próceres la buena compañía que compartía a menudo con papá. Él estaba pendiente de todo, por supuesto. Luego la fiebre por el tae kwon do me envolvió, y se volvió desde entonces esencial para mi desarrollo. Los Rosales comenzaban a sentir los cambios para peor, respecto del previo ambiente predominantemente familiar que había habido en la urbanización. Los olores raros de la marihuana se percibían más a menudo al caminar por allí. En Los Rosales había que ganarse su espacio de respeto dentro del vecindario. Muchas veces “a trompada limpia” tuvimos que defendernos de agresiones e intentos de aquellos famosos chalequeos, como se llamaba lo que es hoy conocido con el anglicismo “bullying”. Era esa mala costumbre de intimidación al otro, basada en cualquier presunción de defecto o inferioridad que se le quiera atribuir, o sencillamente tipos con tendencia a la violencia y la bronca.

Apenas respiraba mi llegada a Las Acacias, literalmente asomándose a la ventana desde el apartamento observé que en el estacionamiento había un sujeto que “se fumaba algo”. El tipejo, con característico estilo del muy malandrín, por cualquier causalidad o casualidad alzó la mirada y viéndome fijamente me soltó la frase: ¿y tú que miras pendejo? ¡Arranca, arranca!, me decía con autoritario gañote de voz y seña que hacía con su otro brazo como para que yo no viera lo que hacía y me retirara de la ventana del apartamento.  Sabiéndome expuesto a esa “primera prueba de recibimiento” no había duda de la que era la automática y obligada respuesta: “Miro adonde me dé la gana” y me quedé plantado allí en mi ventana. De seguida escaló la amenaza: ¡Cuando te encuentre por acá abajo te escoñeto! La salida clásica a esta situación era anticiparse y buscarlo uno antes. Pero tenía que prepararme primero. Debía encontrar antes apoyo en la zona, pues si el tipo era apreciado y apandillado, ¡el resultado podría ser muy poco saludable para mí persona! El asunto quedó liquidado cuando por aquello de la suerte me encontré con Roland, un compañero del karate coreano de contextura como la del grande Cassius Clay que vivía por allí y acordamos la cita. Allí estuve temprano y al llegar el tipejo Roland, sin perder tiempo, le advirtió: «Acá está Luis González, mi pana. ¿Tú que lo quieres escoñetar? Bueno, dale pues. ¡Acá nadie se va a meter! Si cargas la navaja esa con que te la pasas, dámela, porque solo intentar sacarla te la quito y te la voy meter por el culo. Te advierto que este flaco me entrenó a mi, y pega la patada y coñazo que da gusto. Dale pues, te repito, aquí nadie se va a meter”. La respuesta del malandro salió también sin demora: “Coño, brother, no sabía que era tu pana”. ¡Allí quedó toda la cosa!

Del viaje a Boston, el regreso y ¡a trabajar y estudiar!

Continuará…

[email protected] /@gonzalezdelcas


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