Cuando pienso en la relación colombo-venezolana respira en mí dubitativo la sempiterna frase, o letanía suspensiva e inconclusa, de “lo que nos une, lo que nos separa”, que se rellena cambiante de calificativos acordes con los tiempos, las circunstancias, los intereses y a la que le calzan cómodas todas las preposiciones posibles.

¿Será esta constante una trampa del pensamiento envuelta en lenguaje o una escaramuza de los sentimientos hecha obsesión? La duda que deja el recorrido entre lo permanente y lo cambiante bulle y aplica para cada hombre, pareja, grupo, mundo, geografía, galaxia. No tiene límites.

De pura inspiración se me viene, profesor, a la memoria una idea en la que tantos pensadores han coincidido que es la de que todo fluye y cambia, nada se estanca o permanece inamovible para siempre. Y me doy cuenta de que la fórmula sirve también para explicar tanto lo que nos une como lo que nos separa y que suele ser, en suma, una inconstante, el bendito fluir.

A partir de esa revelación paso a interrogarme, además, sobre la noción de distancia y acudo al DRAE desde donde se ofrecen varias definiciones. Me quedo con la que más me conviene para refutarla, a saber: “Espacio o intervalo de lugar o de tiempo que media entre dos cosas o sucesos” y que me sirve por otra parte para acercarme mentalmente, relativamente, a la experiencia vivida en persona al atravesar, hace unos días apenas, el Puente Internacional “Simón Bolívar” que une y separa a Venezuela y a Colombia en su trayecto de tan solo 315 metros de largo, eternos hasta que se terminan, por 7,3 metros de ancho, ahora encogidos por los contenedores de la infamia.

Llegar a ese deslinde inaugurado el 24 de enero de 1962 por dos presidentes democráticos e integracionistas, Rómulo Betancourt y Guillermo León Valencia, es una aventura humana traumática cuya experiencia pone en jaque cualquier noción física o geográfica. Ahora sí que nunca tan distanciados, ni a caballo que fueran los 1.027,38 km que en línea recta separan a Bogotá de Caracas o los 50,1 km que por carretera hilan la geografía que transcurre entre San Cristóbal y Cúcuta. “Te lo dije, nada es lo que aparenta”, refunfuña otra vez una voz coral a mis espaldas de autores que de tantos se disuelven.

Comienza mi trayecto entreverado y así telegráfico escribo: una vez en el sitio y realizados de antemano los trámites administrativos para obtener gratuitamente la Tarjeta de Movilidad Fronteriza, me bajo del vehículo y comienza una invasión de realidad circundante sobre mi sensibilidad atropellada por la incertidumbre de un viajero que sabe que va a regresar, sí, pero que vive la experiencia con la carga de tantos millones de venezolanos, gente de uno, que se han ido y que tal vez no vuelvan, y de otros tantos que quedamos esperándolos.

En estas, mirando el aviso gigantesco en el que se lee: “En esta aduana no se habla mal de Chávez”, me despido de Venezuela. Atravieso el lugar acompañado por dos amazonas, Jenny y Kenny, que vigilan y cuidan mis inseguros pasos. Se encienden mis alarmas, trato de comprender, pero mis sentidos están ocupados en enfrentar las inseguridades y confusiones que se viven en ese extraño túnel apretujado entre marea de gente en el que asumo atravesar lo desconocido.

Colores, olores, ruidos, prevenciones, maleta en mano, minusválido y miope, ruedo siguiendo el vaivén humano en el que fluyen en armonía aparente el que va, el que vuelve, el que comercia, el pícaro, el bobo, el truhán, el menesteroso, el que ayuda, el perseguidor, el perseguido. Casi nadie habla entre sí en el mercado en que las ofertas no descansan. El alfabeto sobre ese puente habita en la desconfianza.

Oteo de reojo a la muchedumbre que regresa desde Colombia por el otro canal que en ese momento es mayor a la que se desplaza hacia allá. La Guardia Nacional Bolivariana ni nos mira con su máscara de siempre, mientras los funcionarios de la Policía Nacional Colombiana nos reciben, antes bien, cordiales y bien vestidos.

Siglos después, minutos nada más quise decir, la relatividad querido amigo, llego al hotel. Estoy de pronto en Cúcuta cumpliendo destinos académicos y humanos. De seguida me llevan de paseo y aquello me parece otro mundo, la Disneylandia más cercana a Venezuela, el capitalismo en ascenso, el imperio de la mercancía establecido en la frontera.

Transcurre el tiempo, ¿transcurre?, y a los dos días retorno de maleta pequeña, lástima, y vengo más sereno. Frente a mis ojos se asoma otra realidad, la del comercio que no cesa por la que en el pasado fue la frontera más viva de América Latina. Aparte, no sé qué nacionalidad tienen los que son, pero regresan en su mayoría cargados de mercancías apiñadas en bultos gigantes, en sacos de colores que flotan ingrávidos sobre los hombros de los “bulteadores”.

La marea es terca y el camino culebrero. “Ojo e´ garza, señor”, me dice un paisano. Nos reciben, es un decir, las autoridades venezolanas con sus caras de cañón. “¿Hacia dónde se dirige usted, ciudadano?”. “No voltee, profesor”, me susurra una de mis ángeles guardianas. Pero nada, el militar me sigue e inquiere: “Te estás haciendo el loco; qué llevas ahí; párate a la derecha, ábreme la maleta”. Parece más bien un fiscal de tránsito. No me río. Abro, revisa. “Ya no fumo Piel roja”, le comento juguetón, pero no entiende, no le importa. “Enséñame los papeles”, replica; se los enseño. “Sigue”, me dice, sigo.

El ruido causado por las ruedas de mi maleta en contacto con el destartalado pavimento me despierta en otra realidad: la nuestra, en la que escucho altisonante y familiar la rocola gritona de siempre, desde la que se oye la voz maravillosa de Javier Solís recibiéndonos, ahora sí, cantando aquel himno que asiente, “La distancia entre los dos es cada día más grande”.

 


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