Ilustración de @rchovet

“Señora Melba, usted no me conoce, pero yo me llamo Gisela y desde hace nueve meses y medio soy la amante de su marido. Si hoy me he tomado el atrevimiento y la libertad de venir hasta su casa es para informarle que estoy embarazada de Edmundo”.

Eso ocurrió hace un par de años, un 20 de diciembre, y hoy es que por fin me atrevo a contar esta historia. De haberlo hecho en aquel entonces hubiera sido un chisme descomunal, pero con el paso del tiempo una habladuría se puede convertir en toda una leyenda. Así que allí, con un pie dentro de la casa, estaba Gisela sin parpadeos. Gisela invasora. Gisela destroyer y nitroglicerina. Por supuesto que la señora Melba se quedó estalactita. Frente a ella estaba una niña de… veinte… ¿veintidós?… ¡Una minipop! ¡Menor que sus propias hijas! Y de lo más decidida y con actitud de “apártate que soy una flecha con curare”. Melba –sin necesidad de espejo– se vio clarita y absurda: mujer de mediana edad, delantal salpicado de guiso, manos llenas de onoto y toda ella tan hedionda a hallaca.

A Edmundo le encantaban sus hallacas. Las de ella. Él siempre le decía: “¡Es que son mejores que las de mi mamá!”. Pero, en este momento, a Melba se le cruzó por la cabeza una idea de veneno mata ratas envuelto en hoja de plátano y bien amarrado con pabilo. “No puede ser…”, murmuró una voz que provenía de su alma marchita y de sus pasiones olvidadas.

Gisela le extendió un sobre: “Aquí tiene fotos. Son copias. Edmundo y yo en Denver, esquiando, cuando él fue para el Congreso de Lingüística en la Universidad de Colorado; en la playa en Cancún después de la Feria del Libro de Guadalajara; en Buenos Aires, bailando tango, luego de la firma con la editorial. Y todo eso en nueve meses y medio. Un intensivo. Ah, y le saqué fotocopia a mi prueba de embarazo: positivo, positivísimo, siete semanas. Yo soy un relojito. Ya usted está enterada y yo ahora voy a hablar con él. Me pareció que lo correcto era que usted lo supiera primero y que se lo dijera yo, para que nadie le viniera con el cuento”.

Melba no se movía. Gisela dejó el sobre en la consolita, se vio al espejo y se arregló un mechón de pelo,  y se fue como si no le hubiera trastocado la vida a un ama de casa de 53 años. Casi 30 de casada.  Bodas de Perla serían. Nunca le habían gustado las perlas. En su Agenda Femenina: Días Especiales para Recordar decía: “Perla, novia hermosa, pero significa lágrimas”.

Cuando Edmundo regresó a casa se encontró a tres hijas estupefactas con la prueba de embarazo; las fotos en la mesa del comedor; el hallaquero sin hacer y Malverdis que repetía: “Por un lado salió la señorita esa que está preñada del señor y la Señora se bañó, agarró una maleta y cogió pa’ la calle”. Ida a la policía. Que no, que hay que esperar 48 horas. Y 48 horas más tarde estaba Edmundo pidiendo auxilio a las autoridades competentes. Descartadas las hipótesis de secuestro, locura, depresión, ataque de amnesia, deambulatorio sin rumbo y suicidio o fuga con un amante francés, llegaron a Gisela. “¡Ay, maestro, hubiera empezado por ahí!… Váyase para su casa y espere sentao, la doña se le arrechó”.

Y pasaron los días. El 24 por la noche y las tres hijas odiándolo. El 28 de los Inocentes y Edmundo con aquella cara de bolsa. El 31 en densa conversación con Gisela:

—No sé si estoy preparado para esto…

—Pues muérete que yo sí.

Melba regresó el 3 de enero. Divina. Fresquita. Se había ido para un discreto y elegante hotel capitalino. Había lanzando sobre el mostrador su tarjeta de crédito platinada –que con tanta puntualidad pagaba el señor aquel– y, como con eso no alcanzaba, hizo entrega del sobre de los Dólares Para Una Emergencia. Esta era una emergencia. Su emergencia. Y así, se había dedicado a repensar su vida. Los primeros días lloró mucho abrazada a dos almohadas y se atracó de chocolates, pero después que si con los desayunitos en la cama, la piscinita, los melocotones en almíbar y los daiquirís de mango, la cosa como que cambió. Conoció a un australiano soñado, Peter Norman, con la camisa y los ojos azules. Un australiano de paso. Con él bailó todas las noches y más nadita. ¡Ay, pero bailar! ¡Toda una vida con un hombre sin ritmo y ahora bailando desatada con uno que había agarrado clases en la escuela “Fred & Ginger” de Canberra!

Hubo final feliz. Melba y Edmundo se divorciaron. Divorcio express. Sus hijas nunca lo perdonaron pero no lo dejaron de querer. Él se casó con Gisela que le dio el varoncito anhelado: Edmundito Gabriel. Malverdis aprendió a hacer hallacas y Melba floreció. Retomó sus estudios que databan del pleistoceno menor; consiguió un trabajo muy chiqui en una galería de arte; comenzó a rumbear y, hasta el sol y la luna de hoy, da las gracias por haberse divorciado pues –afortunadamente– no fue demasiado tarde para volver a vivir.

@carolinaespada


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