“Señora Melba, usted no me conoce, pero yo me llamo Gisela y desde hace año y medio soy la amante de su marido. Si hoy me he tomado el atrevimiento y la libertad de venir hasta su casa es para informarle que estoy embarazada de Edmundo”.

Eso ocurrió un 21 de diciembre: Espíritu de la Navidad. Por supuesto que la señora Melba se quedó estalactita. Frente a ella estaba una niña de… veinte… ¿veintidós?… ¡Una Minipop! ¡Menor que sus propias hijas! Y de lo más decidida y con actitud de “apártese, doñita, que soy una flecha con curare”. Melba —sin necesidad de espejo— se vio clarita y absurda: mujer de mediana edad, delantal salpicado de guiso, manos llenas de onoto y toda ella tan hedionda a hallaca.

A Edmundo le encantaban sus hallacas. Las de ella. Él siempre le decía: “¡Es que son mejores que las de mi mamá!”. Pero, en este momento, a Melba se le cruzó por la cabeza una idea de veneno mata ratas envuelto en hoja de plátano y bien amarrado con pabilo. “No puede ser”, murmuró una voz desconocida que provenía de su esternón.

Gisela le extendió un sobre: “Aquí tiene fotos. Se las iba a traer en un pendrive, pero después me dije: Esa señora debe ser como mi abuela Rosa, segurito que no sabe lo que es eso… y la veo y se me confirma; ¿qué va a estar sabiendo usted? Ahí las tiene casi todas, porque las íntimas me las reservé (tampoco es para tanto, ¿no?). Pero véalas: Edmundo —supersexy— y yo en Denver, esquiando, cuando él fue para el Congreso de Lingüística en la Universidad de Colorado; en la playa en Cancún —él, todo divino— después de la Feria Internacional del Libro de Guadalajara; en Buenos Aires, luego de la firma con la editorial, y que bailando tango (“y que” porque el tango no se baila, se camina pegadídimo). Ah, y le saqué fotocopia a mi prueba de embarazo: positivo, siete semanas y media. El laboratorio le puso un sellito. Así que ya usted está enterada y yo ahora voy a hablar con él. Me pareció que lo correcto y lo más decente era que usted lo supiera primero y que se lo dijera yo, para que nadie le viniera con el cuento”.

Melba no se movía. Gisela dejó el sobre en la consolita y se fue como si no le hubiera trastocado la vida a un ama de casa de 53 años. Casi 30 de casada. Bodas de Perla serían. Nunca le habían gustado las perlas. En su Agenda Femenina: Días Especiales para Recordar decía: “Perla, novia hermosa, pero significa lágrimas”.

Cuando Edmundo regresó a casa se encontró a tres hijas estupefactas con la prueba de embarazo; las fotos exhibidas a todo público en la mesa del comedor; el hallaquero sin hacer y Malverdis que repetía: “Por un lado salió la señorita esa que está preñá del Señor y la Señora se bañó, agarró su bolso luisbuitón y cogió pa’ la calle”. Ida a la policía. Que no, que hay que esperar 48 horas. Y 48 horas más tarde estaba Edmundo pidiendo auxilio a las autoridades competentes y a las incompetentes, también. Cuando descartaron las hipótesis de locura, depresión, ataque de amnesia, deambulación sin rumbo (una redundancia dramática, un pleonasmo angustiante), fuga inconcebible, secuestro inesperado o suicidio sin razón, llegaron a Gisela y a sus siete semanas y media. “¡Ay, maeeestro, hubiera empezao por ahí!… Váyase pa’ su casa y siéntese a esperá”, le aconsejó el detective trasnochado.

Y pasaron los días. El 24 por la noche y las tres hijas odiándolo. El 28 de los Inocentes y Edmundo con aquella cara de bolsa. El 31 en densa conversación con Gisela:

—No sé si estoy preparado para esto…

—Pues muérete que yo sí.

Melba regresó el 3 de enero. Ligerita. Fresquita. Se había ido para un discreto y elegante hotel capitalino. Había lanzado sobre el mostrador su tarjeta de crédito dorada —que con tanta puntualidad pagaba el señor aquel— y se había dedicado a repensar su vida. Los primeros días lloró mucho, pero después que si con los desayunitos en la cama, la piscinita, los daiquirís de mango y los Peach Melba la cosa como que cambió. Conoció a un australiano soñado, Peter Norman, con la camisa y los ojos azules, coreógrafo de profesión. Con él bailó todas las noches y más nadita. ¡Ay, pero bailar! ¡Toda una vida con un hombre sin ritmo y ahora bailando desatada!

Hubo final feliz. Melba y Edmundo se divorciaron. Sus hijas nunca lo perdonaron pero no lo dejaron de querer. Él se casó con Gisela quien le dio el varoncito anhelado: Edmundito Andrés. Malverdis aprendió a hacer hallacas y Melba floreció. Terminó sus estudios que databan del Pleistoceno menor; consiguió un trabajo muy chiqui en una galería de arte; desestimó a los pendrives, porque a la MacBook Pro que se compró ya no se le podían enchufar esas cosas del pasado; se quitó como quince kilos sin hacer dieta; comenzó a rumbear responsablemente y, hasta el Sol y la Luna de hoy, da las gracias por haberse divorciado pues —por fortuna— no fue demasiado tarde para volver a vivir… y vivir maravillosamente bien.

¡Música, maestro!

@carolinaespada


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