Ilustración: Juan Diego Avendaño

El grupo de los BRICS dio a conocer el primer día del año la incorporación de sus nuevos miembros. A los cinco anteriores se agregaron otros para hacer diez. Entre ellos figuran algunos de los más extensos y ricos en materias primas, de los más poblados y emergente desarrollo económico, todos en ubicación estratégica.  Contrariamente a lo acordado meses antes Argentina no figura entre los recién admitidos: su recién estrenado gobierno descartó la adhesión. Un cambio que muestra bien la improvisación que domina la vida política en la región. Se adoptan y revocan decisiones sin la consideración y estudio necesarios.

Tal vez la incorporación a los BRICS (acrónimo de Brasil, Rusia, India y China, a los que se agregó en 2010 Sudáfrica), que casualmente en inglés significa “ladrillos” (bricks), no represente asunto fundamental para Argentina. En efecto, poco tiene que ganar. No se trata de una organización o entidad de derecho internacional con carta funcional y estructura real. El término, que introdujo Jim O’Neill, economista jefe en Goldman Sachs Economics Research Group (en su ensayo «Building Better Global Economic BRICs”. 2001) designó más un tema o concepto para estudio, que una realidad existente. En efecto, una primera reunión de los cancilleres de aquellos países se produjo apenas en 2006 (en la ONU). Se limitaron entonces a compartir ideas sobre posibles formas de cooperación. Recibió impulso en 2009 en reunión formal en Ekaterimburgo. El 1º de enero de 2023 se integraron Egipto, Irán, Emiratos Árabes Unidos, Arabia Saudita y Etiopía.

La decisión más que efectos objetivos en la vida argentina, muestra posturas. Porque en América Latina (y, en general, en los países subdesarrollados) importan más las actitudes que las ideas o las realidades. Hasta hace poco la izquierda se identificaba con las luchas revolucionarias, con el cambio y casi siempre con el marxismo. No ocurre ahora lo mismo. Más bien, con comportamientos: irreverentes, radicales, populistas, antiamericanos. Poco puede obtenerse en los BRICS. No es una unión política o económica, ni un mercado común, ni una asociación de cooperación.  Es un foro para el encuentro y las ideas. En verdad, pretenden hacer contrapeso al G7, grupo de las principales democracias liberales y capitalistas (Estados Unidos, Japón, Alemania, Reino Unido, Francia, Italia y Canadá), cuyos jefes de gobierno se reúnen periódicamente para coordinar políticas. Les será difícil lograrlo por su composición: son diferentes, con poco en común y objetivos distintos (y hasta contrapuestos).

No siempre ocurrió así. Hubo épocas de estadistas, que marcaron caminos. Actuaron desde el momento de la independencia. Entonces se propusieron principios e ideas que se transformaron en políticas (directrices para la acción) que se han mantenido hasta nuestros días: la determinación de los territorios de los nuevos estados conforme al principio del “uti possidetis iuris”; y la unidad de los pueblos hispanoamericanos, por encima de su división (por distintas razones) en entidades soberanas (tal como la definió S. Bolívar en su “Carta de Jamaica”). Más adelante, los gobernantes, interesados en la integración nacional de sus respectivos estados, consideraron esencial la extensión a toda la población de la lengua de la antigua Metrópoli (que sólo hablaba 1 de cada 3 habitantes). A finales del siglo XIX la usaba 90% del total. Pero, sería un error pensar que la fijación y cumplimiento de políticas fue sólo posible durante los tiempos heroicos.

En algunos estados se adoptaron políticas sobre asuntos internos que se mantuvieron por décadas y que marcaron la historia y la vida de la sociedad: como el fomento de la inmigración, la integración o ampliación de los territorios, la extensión de la educación. Ocurrió en Argentina durante el período de las llamadas “presidencias históricas”. Los programas que luego se ejecutaron para hacerlos realidad hicieron posible el ascenso de ese país al lado de los más desarrollados del mundo. Sucedió algo similar en Venezuela, un siglo más tarde, durante la etapa democrática, con el manejo de la industria petrolera. En el plano de las relaciones internacionales desde el siglo XIX se proclamaron principios y políticas que fueron luego adoptados en otros lugares del mundo. Es el caso, entre otros, de la no intervención en los asuntos internos de los estados soberanos (y sus derivaciones definidas en las doctrinas Calvo, Drago y Estrada).

En realidad, a pesar de algunas políticas exitosas (permanentes, de resultados positivos), en los países latinoamericanos ha imperado la improvisación y la inestabilidad. Basta observar cómo se han manejado (por el estado interventor!) materias fundamentales. Se consideró la educación de interés público y se decretó su obligatoriedad, pero no se crearon las condiciones para conseguir los objetivos propuestos. Tampoco se logró realizar la redistribución de la propiedad de la tierra, tantas veces prometida. Los intentos de reforma agraria no pudieron revertir la situación de injusticia existente. Un caso dramático lo constituye el abandono de los programas de conservación de la Amazonía. Hace décadas, ante la preocupación por la preservación de aquel pulmón del mundo, se firmó un tratado, se dictaron normas y se crearon organismos. Pero, al poco tiempo todo eso pasó al olvido. Más aún los gobiernos interesados (como Brasil, Bolivia, Ecuador o Venezuela) toleraron actividades destructivas, que continúan todavía!

No son los únicos casos. En el asunto tal vez más importante – tiene que ver con las bases de funcionamiento de la sociedad – de una política se pasó a otra. Después de décadas de ensayos diversos, el 11 de septiembre de 2001 la Asamblea General de la Organización de Estados Americanos aprobó en Lima la Carta Democrática Interamericana que proclamó la democracia como un derecho de los pueblos; y como una obligación de los gobiernos promoverla. Fue más allá: fijó los rasgos definitorios de la democracia americana. No basta, pues, el calificativo. Sin embargo, poco antes había comenzado el proceso de desmontaje de un sistema de ese tipo que parecía muy estable; y para entonces, desde Venezuela se pretendía extender un modelo contrario a las normas establecidas en la Carta mencionada. Conviene recordar que los hechos se iniciaron precisamente cuando se ganaba terreno para la libertad, especialmente en Centroamérica.

Las políticas de estado traducen la imagen o visión de la sociedad que el pueblo (entidad política) pretende realizar y se inspiran en las ideas que lo guían. Están, pues, vinculadas con el sistema político, social y económico a establecer. Bien puede decirse que son un programa de país, no de un sector ni de un partido ni de un gobernante. Definen el estado y son resultado de un consenso ampliamente mayoritario y de una larga elaboración (casi siempre imperceptible). Por eso se mantienen a lo largo del tiempo, con vigencia permanente. Normalmente figuran, en grandes líneas, en la constitución o ley fundamental.  Su rechazo, modificación o abandono (aun silencioso) implican un cambio esencial, existencial, como el paso del absolutismo o totalitarismo al liberalismo y la democracia.  No deben confundirse con los planes de gobierno, ofertas que se hacen a los votantes en cada elección y, por tanto, necesariamente temporales.

La falta de continuidad en las políticas de estado, salvo que se trate de modificaciones a las que obligan las circunstancias (como las surgidas a raíz de la revolución tecnológica), causa graves daños tanto desde el punto de vista institucional como económico. Fue evidente en Brasil a finales del siglo pasado, cuando se aplicaron varios planes de estabilización económica o en México donde se hizo lo mismo para combatir la inseguridad. Con frecuencia se trata de modificaciones innecesarias que pretenden complacer intereses particulares o tendencias creadas en la opinión pública. Interrumpen las actividades normales de la administración y la ejecución de los planes de desarrollo. Y provocan gastos innecesarios, con dineros que pudieran emplearse en otras tareas. Los cambios de gobierno (aún aun cuando supongan el traspaso de un partido a otro) no justifican la interrupción de las políticas básicas; pero, es precisamente lo que ocurre en América Latina.

La falta de políticas de estado produce graves consecuencias para los países, pero también para la región. Cada caudillo o partido impone las suyas, que se sustituyen cuando pierde el poder. No se sostienen líneas de acción: se interrumpe la continuidad de los programas, lo que significa abandono de posibilidades, además de pérdida de recursos; y en el plano internacional, carencia de prestigio, confianza e influencias, por las dudas y sospechas que despierta. Se improvisa a cada instante y pronto se olvidan los objetivos propuestos. Esa falta de definiciones debilita la actividad del estado y le impide cumplir su misión.

X: @JesusRondonN


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