Expresar o no las emociones. Ese es un dilema al que se enfrentan casi a diario las personas. Culturalmente nos han educado para que actuemos racionalmente, es decir, que el uso de la razón esté por encima de las emociones. Sin embargo, la realidad nos ha demostrado que no podemos simplemente suprimirlas de nuestro repertorio de experiencias y comportamientos. No son simplemente opciones dentro de un menú del que podemos escoger alguna, pero sí se puede procurar un equilibrio.

El director Pete Docter nos invitó a adentrarnos en la mente de una niña de 11 años en su película animada Intensa Mente. Emociones como alegría, miedo, tristeza, ira y asco se turnaban para guiar la vida de Riley, la protagonista. Y aunque se trate de una historia de ficción dirigida al público infantil, no deberíamos menospreciar su mensaje: las emociones, aunque ciertamente son reacciones instintivas, nos dan una referencia de lo que nos sucede en un momento determinado y la energía requerida para actuar en cada situación.

El mundo de los negocios no escapa de esto. Desde la perspectiva empresarial, las emociones tienen importancia en la medida en que facilitan o dificultan cumplir con las metas y los objetivos trazados. No hay que perder de vista que uno de los procesos más importantes para el éxito de las compañías es la toma de decisiones, porque de allí se desprenden los planes operativos y estratégicos, se gestiona el capital humano y se definen las respuestas más eficaces para enfrentar las situaciones que se presenten.

En todo ese proceso están precisamente involucradas las personas que integran la compañía y, como seres humanos, no escapan de las emociones. Tomando esto en cuenta y dado que en el ámbito empresarial constantemente se producen problemas y que de su correcta resolución dependerá el futuro del negocio, soy de los que opinan que es fundamental que el personal tenga competencias desarrolladas en gestión emocional. Esto permitirá decisiones mejor pensadas y una base racional alta.

La inteligencia emocional se puede aprender y las empresas invierten en ello, ya que una persona emocionalmente inteligente es aquella capaz de gestionar satisfactoriamente las emociones para lograr resultados positivos en sus relaciones con los demás y con su entorno. En el caso de los líderes es clave. Los verdaderamente efectivos se distinguen por su alto grado de inteligencia emocional que incluye, según la literatura empresarial, autoconciencia, autorregulación, motivación y habilidades sociales.

Así que lograr ese equilibrio entre las emociones y el pensamiento lógico da lugar a gestiones empresariales óptimas. La inteligencia emocional se convierte, entonces, en una herramienta clave para los negocios: puede proteger la salud y fomentar el crecimiento de las empresas.


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