Empire of Light de Sam Mendes es una combinación de atmósfera con ya frecuente tema del cineasta que analiza sus orígenes. Pero ya sea porque el argumento se hace confuso a medida que avanza o porque carece de suficientes alicientes, la historia de la pasión por la imagen y la profundidad de su significado carece de la profundidad que Mendes pretende brindarle. 

Varias de las escenas de Empire of Light de Sam Mendes, resultan familiares a fuerza de repetición. Ya sea en la misma película — la sala de cine que se convierte en templo de aprendizaje sensorial — como la forma en que el realizador la utiliza. En los últimos dos años, al menos dos de los grandes directores contemporáneos, decidieron mostrar su relación con el cine a través de sus recuerdos.

Pero The Fabelmans de Steven Spielberg tiene mucho de exploración de dolores y privados, algo de lo que el filme de Mendes carece. Por otro lado, la inmensa y mal comprendida Bardo es un tributo de Alejandro Gonzalez Iñárritu a sí mismo. Y si algo puede decirse de Empire of Light en su carácter impersonal, un poco frío y distante. Eso, a pesar de su deslumbrante apartado visual, que le valió una nominación a los Oscar de la Academia 2023 en el mejor apartado fotográfico.

Pero la belleza de este mundo encapsulado en luces, sombras y un deslumbrante manejo de cámara, carece de personalidad. En el mejor de los casos, parece una mirada de Mendes (famoso por su perspectiva profunda y bien construida sobre escenarios inusuales), al cine como idea que desborda el mundo real. La premisa se hace cada vez más amplia — y más clara — a medida que Mendes descubre con más claridad que desea contar.

¿Se trata de otra de las tantas experiencias autobiográficas recientes, pero en esta ocasión con un trasfondo melancólico acerca de la trascendencia de la memoria? ¿O, en cualquier caso, una revisión elegante a la influencia del cine? El también guionista Mendes no las tiene todas consigo al aclarar su punto de vista y la película debe alcanzar su tercer tramo — quizás, el más brillante y mejor logrado — para mostrar sus pequeños secretos.

Una sala de cine a oscuras 

En Empire of Light hay la constante sensación que la cinta intenta mostrar elementos curiosos de su propia mitología, sin lograrlo. Hilary Small (una contenida Olivia Colman) administra un viejo cine en la ciudad costera de Margate (Kent). La sala, deslumbrante, es, en sí misma, un palacio extraordinario o en el mejor de los casos, lo fue. Poco a poco, su popularidad desapareció y para el comienzo del argumento — entre 1980 y 1981 — es solamente una sombra de una especie de entretenimiento que necesita ser mucho más práctico que lujoso. Al menos, así traduce Mendes el desencanto de una década que llama a través de diversos personajes “falsa”, “superficial” y por supuesto, “banal”. Quizás, el mayor problema del guion, sea su incapacidad para ser menos obvio o en cualquier caso, narrar su historia con alguna sutileza.

En lugar de eso, el relato avanza desde el malestar existencial de Hillary hasta la alegría de su aprendiz, Stephen (Micheal Ward). Este indudable avatar de Mendes es ingenuo, lleno de energía y buenas intenciones. También, se convertirá en el único sostén que mantiene al cine en pie. Ya sea por su atenta escucha de los consejos que recibe y las anécdotas nostálgicas de los viejos empleados, su lealtad a toda prueba hacia Hillary o a su profunda confianza que lo cinematográfico “prevalece”. El hecho es que el personaje de Ward actúa como muralla de contención del desencanto, el dolor y al final, las ausencias. Poco a poco, es evidente que la sala subsiste en beneficio de las esperanzas de los que integran su personal y no su verdadera utilidad.

Se trata de una idea poética, que Mendes convierte en mundana y casi, vulgar. Tanto, como para que el extraordinario apartado visual sea solo una excusa para el recorrido a través de la preciosa y cuidadosa puesta en escena. Pero el experimento de narración compartida entre un elenco coral y la voz central de Stephen, no resulta satisfactorio, sino confuso. Peor aún, un ejercicio de nostalgia mal armado y peor ejecutado, que sorprende por carecer de espíritu o cualquier caso de identidad.

El falso brillo de Empire of Light

Si a The Fabelmans se le criticó por almibarada y a Bardo por ególatra, a Empire of Light podría señalarse por ser un espacio vacío entre ambas cosas. Mendes parece carecer de los recursos suficientes para narrar una premisa que sea tan bella como emotiva. De hecho, el filme pasa buena parte del tiempo sin decidir su tono o su ritmo. Parte del primer tramo, la cámara va de un lado a otro, entre tomas movedizas y planos abiertos que describen el cine refugio, pero no cuentan mayor detalle sobre qué lo hace semejante.

Por otro lado, a la vez apuesta por crear una especie de hilo emocional entre Hillary y Stephen, tan forzado como obvio. “El amor del cine es eterno y en ocasiones, los recuerdos que brinda, a menudo también lo son”, dice el personaje de Colman.

Una línea que interpreta con su habitual sobriedad, pero en medio de un escenario vacío de emoción, significado e incluso peso, que transforma el simple diálogo en una especie de declaración artificial de amor que nadie escuchará, antes o después. Quizás, el elemento que defina a toda la película como un peculiar conjunto de planteamientos emocionales curiosamente simples.


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