La muerte de Emeterio Gómez priva a Venezuela de uno de sus hombres de pensamiento. Circunstancias de la existencia lo habían alejado de la palestra pública en los últimos años, pero su obra y sus posiciones permanecían allí, donde el pensamiento mora siempre alentado y vivo.

Cuando cesa el largo silencio sobre la cuestión económica más propia de nuestro vivir histórico, por allá en los inicios de los años 1980, y que marca a Venezuela distintivamente, Emeterio Gómez asumirá como propia la tarea de plantear lo económico venezolano. Su plataforma de pensamiento no había tenido hasta entonces voceros mayores en nuestro medio, y sólo porque el mundo de la universidad o de la academia, sin mencionar el de la política, andaba por otros derroteros.

Fue su esfuerzo, pues, un denuedo en medio del más abandonado de los eriales. El pensamiento liberal no había disfrutado en Venezuela de las circunstancias materiales propias que lo alimentan de modo natural, tal y como acontece allí, en sociedades mercantiles de mayor raigambre o tradición. Si algo existía al respecto entre nosotros, cabe recordar, por fuerza era de origen “extranjero”, o si se desea, era entonces importado.

En ese ambiente tan sui generis, como fue la Venezuela que sigue al largo y sin par ciclo de aprovechamiento productivo del petróleo, que se inicia en torno a 1920 y concluye hacia finales de los 1970, quiso Emeterio Gómez sembrar y hacer fructificar las semillas de lo liberal sensu stricto, que en lo más primordial es asunto de una particular manera de concebir la vida política. Se quiere decir, de negarle al Estado (al cuerpo de lo político) todo ámbito de acción distinto del mero aseguramiento de la libertad de contratar por parte del individuo comerciante.

La invencible realidad de la práctica venezolana hizo de Emeterio Gómez, por lo tanto, una voz solitarísima, sin que cuente que muchos, muchísimos en verdad, de entre quienes lo alentaban y prohijaban, haciendo de él una importante figura pública, fueran en realidad hombres del Estado no liberal. Y lo eran en verdad hondamente, quiero decir, arraigadamente. Por el contrario, la soledad de Emeterio, cómo no decirlo entonces y al final de las cuentas, acaso era sólo expresión de lo genuino de su postura ante el mundo.

A las generaciones presentes su nombre ya no pertenece. Le pertenece, sin embargo, a ese recinto donde moran con ahínco los esfuerzos de quienes son consecuentes con su manera de ser y de actuar, sin que para nada deba contar esa vertiginosa fugacidad de lo presente que cree persuadirnos de que por fuerza todos somos pasajeros.

Ser de su tiempo, como lo fue Emeterio Gómez, es pertenecer a lo que no pasa, aunque las noches sigan sucediendo a los días y creamos que desaparecemos en ese tránsito.


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