y me viene de lejos un querer (César Vallejo)

Me extrañaron durante mucho tiempo las manías de los adultos cuando yo no era adulto. Entre otras manías, mi padre tenía una que consistía en leer la prensa todos los días. Yo no entendía la necesidad de mi padre de leer el periódico. Se afanaba por las mañanas leyendo las noticias, pasando despacio las hojas a la vez que hablaba solo, se acaloraba, reía o discutía de forma ficticia con el redactor de la crónica, el reportaje o la columna dependiendo del asunto que tratase. Uno se iba enterando sin querer de las cosas del mundo cada vez que pasaba a su lado: cómo había quedado el Celta en la liga de fútbol, si llovería al día siguiente o si haría buen clima, la razón que –según mi padre– tenía el autor de un artículo o qué equivocado estaba.

A mi padre le gustaba leer siempre el mismo periódico. Cuando era verano y estábamos de viaje aceptaba de mala gana leer otro que no fuese el suyo. Con el paso del tiempo he ido entendiendo este placer. No no me extraña la manía de querer leer el diario a diario. Ahora el maniático soy yo:

“Una chica de unos diecisiete años cruza tranquila la calle mojada. Pasa al otro lado. Se recoge el pelo rubio en una coleta y viste un llamativo jersey rojo arremangado hasta los codos. Lleva una falda de color rosa palo, medias negras y unas zapatillas deportivas blancas. Elizabeth camina sobre el asfalto en el interior de un cubo de cristal. Parece fijarse en algo a lo lejos, más allá del semáforo de la calle. Curiosamente, la luz está en verde dando paso al tráfico inexistente. Detrás de ella queda un ejército uniformado que, armado con lo que parecen mangueras de agua, apunta y dispara hacia el lado opuesto, al ejército de un hombre semidesnudo que se estira hacia atrás, se dobla sobre sí mismo y logra escapar del dolor como levitando. Entre ambos ejércitos Elizabeth Navas escribe el diario a diario”.


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