Elegir libremente es un derecho consagrado por las democracias que, como bien sabemos los venezolanos, es un requisito necesario pero no suficiente para preservarlas. Hacen falta otras condiciones que encontramos en los textos sobre teoría de la democracia, en compromisos internacionales concebidos para protegerlas y que muy directamente constatamos en la trayectoria misma de democracias degradadas, hasta perderse, en manos de gobiernos elegidos.

Hace pocos días los bolivianos eligieron presidente y diputados a su Asamblea Legislativa Plurinacional, los chilenos votaron por reformar la Constitución y, esta semana, los estadounidenses elegirán al presidente y renovarán totalmente la Cámara de Representantes y parcialmente el Senado. Estos tres casos recientes son tan diversos como relevantes para Venezuela: ilustran no solo la importancia de la plena libertad e integridad electoral y de las condiciones institucionales para sustentarlas sino de la enorme responsabilidad de los electores.

En Bolivia, sin volver al examen de las condiciones que han favorecido el triunfo de Luis Arce, exministro y copartidario de Evo Morales -obtenido en elecciones libres, con condiciones que las hicieron íntegras, incluida respetable observación internacional- se produjo en primera vuelta. No es esto meramente atribuible a la fragmentación opositora, pero esta deberá superarse para lograr con la mayor eficacia posible ejercer su contrapeso sin alentar la polarización y sin por ello dejar de mantener y ampliar su base de  respaldo entre los bolivianos. El logro de mayoría legislativa abre a Arce la oportunidad para las rectificaciones y reorientaciones que los propios bolivianos reclamaron al gobierno de Morales – por hacerse cada vez más personalista, menos democrático y más expuesto a la corrupción- y empujaron su salida. No es casual que recuerde el tránsito ecuatoriano de Rafael Correa a Lenin Moreno. En Bolivia estas elecciones asoman la posibilidad nacional e internacional de alentar el fortalecimiento institucional indispensable para la plena democracia.

Muy cerca en la geografía y el calendario, la consulta que resultó en el apoyo de casi 80% de los votantes chilenos a la redacción de una nueva Constitución y -en semejante proporción- a que esa tarea esté a cargo de una Asamblea Constituyente, es un paso en un camino lleno de riesgos que apenas comienza, siendo el siguiente el de la elección de la Constituyente en abril del año próximo. No puede verse esta iniciativa ni estimar esos riesgos sin tener en cuenta los términos que hicieron posible la transición a la democracia en Chile y la gran lentitud de los cambios institucionales necesarios para superar las sombras del régimen de Pinochet y dar estabilidad a la democracia en un país polarizado antes, durante y después de la dictadura. El pacto de gobernanza de la concertación hizo su parte, sin duda. Ahora, en el clima sociopolítico de tensiones y protestas que ni la pandemia ni la decisión gubernamental de impulsar la consulta han apagado, la responsabilidad de todos los chilenos y sus dirigentes sociales, económicos y políticos es enorme. La campaña por escaños en la Asamblea Constituyente y el debate sobre el texto Constitucional ocurrirán en un año de elecciones presidenciales, legislativas y regionales, un muy movido 2021 en el que se someterá a prueba la cultura democrática de electores y elegidos.

En Estados Unidos no es exagerado decir que el desafío es similar. Las elecciones  presidenciales y legislativas del próximo 3 de noviembre se han convertido en referencia obligada para quienes desde adentro y desde afuera ven en estos comicios un parteaguas y apuestan a la continuidad de Donald Trump o al triunfo de Joe Biden. Hay entre las dos opciones, en efecto, diferencias fundamentales pero no son precisamente esas las más atendidas. En la perspectiva de la contribución de Estados Unidos al remozamiento del orden liberal internacional y el reforzamiento de las instituciones y relaciones internacionales que lo sostienen, no hay nada que esperar de Trump, que ha puesto tanto de su parte para minarlo;  en cambio, esa contribución sí está muy presente la propuesta de Biden, que reconoce los desafíos que representan las potencias y demás actores autoritarios así como la necesidad de recuperar la confianza entre las democracias. En ese contraste, desde el ángulo del proceso electoral, el rasgo más alarmante es que desde la propia Casa Blanca se hayan alentado dudas en los electores sobre la integridad y confiabilidad del resultado y no se haya rechazado de plano el recurso a la violencia; no en vano varios análisis recientes advierten sobre sus riesgos durante las elecciones, llegando a comparar ciertas condiciones electorales como cercanas a las de democracias frágiles. Añádase la posibilidad de que, en ese contexto, se produzcan potenciales interferencias externas, no necesariamente interesadas en favorecer a uno u otro candidato, pero sí a sembrar dudas sobre  el sistema democrático.

En suma, el gran parteaguas, en todas partes, se refiere al destino nacional e internacional de la institucionalidad democrática liberal.


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