A Henry Ramos Allup

En uno de sus brillantes ensayos de teología política, El sistema de legalidad del Estado Legislativo, escribe Carl Schmitt en 1932, “se reconoce y establece el proceso en cuya virtud un partido accede al poder por la puerta de la legalidad, para cerrarla tras de sí seguidamente en detrimento de sus enemigos políticos…”. La argumentación del constitucionalista alemán es irreprochable y se basa en la existencia o ausencia, según las condiciones políticas dominantes, de lo que llama “igualdad de chance”, a saber: absoluta neutralidad del detentor del Poder Electoral para que todos los participantes en la contienda electoral dispongan de igualdad de oportunidades. Asunto altamente problemático ante condiciones de excepción, como las que se viven en Venezuela, desde el mismo 6 de diciembre de 1998, cuando la democracia permitió el triunfo electoral de Hugo Chávez Frías para que implantara un régimen totalitario.

“Todo momento crítico”, escribe Schmitt, “pone en peligro el principio de la igualdad de chance, ya que pone al descubierto el antagonismo irrevocable que existe entre la prima a la posesión legal del poder y el mantenimiento de la igualdad de chance para alcanzar el poder político interno”. Estamos ante la vuelta que le da el totalitarismo a la institución electoral para impedir la victoria electoral de las mayorías opositoras. Y entronizar, de manera legal, una dictadura. Es lo que hemos llamado “una demodictadura”. [1]

“El principio de la igualdad de chance es tan delicado, que el simple hecho de poner seriamente en duda el espíritu de lealtad de todos los participantes en la lucha política hace imposible su aplicación. Porque, evidentemente, solo se puede mantener la igualdad de chance para aquel del que se está seguro de que la mantendría para los demás; toda otra aplicación de un principio semejante no solo equivaldría en la práctica a un suicidio, sino que significaría también un golpe contra el principio mismo. Esta necesidad hace que el partido que ostenta legalmente el poder, por el mismo hecho de poseer los medios del poder estatal, tiene que determinar y decidir por si mismo la interpretación y el empleo de los conceptos de legalidad e ilegalidad en los casos de importancia política que se presenten. Este es un derecho suyo inalienable”. [2]

El complejo, intrincado y aparentemente irresoluble caso venezolano –elecciones en medio de una dictadura que controla los mecanismos electorales- calza a la perfección con los peores temores señalados por Carl Schmitt, si bien en nuestro caso la que él señala como minoría perjudicada es ya y desde hace mucho tiempo una mayoría indiscutible, y la que él considera mayoría legal es una minoría ilegal e ilegítima: “La minoría que aspira a la posesión del poder proclama que la mayoría dominante ha utilizado así el poder desde hace mucho tiempo; con ello declara, explicite o implicite, ilegal al poder estatal existente, reproche que no puede permitirse ningún poder legal. Así, en el momento crítico, cada uno reprocha al otro su ilegalidad y cada uno se hace pasar por el guardián de la legalidad y de la Constitución. El resultado es una situación “alegal” y “aconstitucional”. Mejor descripción de la grave crisis de excepción venezolana, imposible. Vivimos una democracia ademocrática.

Así, en lugar de venir a resolver un problema político de primera magnitud –el estado de excepción y la consecuente legitimidad o ilegitimidad del poder– las elecciones sin garantías de igualdad para todos los participantes vienen a consolidar su ilegalidad: “La gran prima que se otorga a la posesión legal del poder, constituida por las tres ventajas de la interpretación arbitraria, la presunción de legalidad y la ejecutividad inmediata, despliega toda su eficacia práctica en el uso de la posibilidad de eliminar toda idea de igualdad de chance, en virtud de las facultades que conllevan los poderes extraordinarios propios del estado de excepción”. Con un plus que deriva en el expolio de la población y el saqueo de los bienes del Estado: “Confiere, además, al partido gobernante no solo los medios para apoderarse del ‘botín’, de los spoils del adversario vencido, según el viejo estilo, sino que, gracias al derecho de imponer contribuciones y tributos, en un Estado cuantitativamente totalitario esta prima equivale a disponer libremente de todas las rentas de la población… A esta gran prima se añaden entonces otras muchas primas de menor importancia. Así, un partido mayoritario puede utilizar, en ventaja suya y en prejuicio de sus competidores políticos internos, las reglamentaciones legales electorales para las elecciones y los escrutinios del período electoral siguiente”.  De este modo, con la eternidad de la dictadura electorera hemos topado. ¿Tendrán conciencia de ello Henry Ramos Allup y todos los miembros del G4, incluidos Leopoldo López, Juan Guaidó, Henri Falcón, Manuel Rosales y Julio Borges?

@sangarccs


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