El virus chino que jamás he visto es el causante de la casa por cárcel que sufro desde hace un par de largos meses. Esta vez no es el gobierno quien me encarcela. Es un virus conocido como la peste china. El gobierno, desarmado, es decir, sin medicinas ni hospitales adecuados, enfrenta al virus enclaustrándonos. Lo hace porque le conviene que el mundo observe y constate la inevitable devoción que lo impulsa no a cañonear en el puente de Cúcuta a las ayudas humanitarias sino la diligencia con la que me protege de un virus oportuno para él porque sin la peste china no habría podido contener el feroz estallido popular que estaba creciendo con olor a gasolina. Es que nuestro verdadero problema no es el virus chino. ¡Es el hambre!

Soy buen ciudadano y acepté mi reclusión. Tengo noventa años y  siento relativo interés en buscar mi destino fuera de casa. Al convertirla en prisión descubrí que es un presidio de primerísimo primer mundo porque es silencioso y en él soy mi propio pran: si antes hacía lo que me daba la gana, ahora hago todo lo que me viene en gana. Duermo, me desvelo a propósito; me levanto o sigo acostado y desayuno a horas dispersas; me afeito o no me afeito. La mayor parte del tiempo, leo y escribo. Terminé, incluso, de escribir el libro sobre mi mujer Belén, fallecida hace varios años.

Cada hora, me levanto de la computadora para estirar las piernas y recorro la casa destapando las ollas y tocando los trastos de la cocina. Y todas las tardes acarreo un cómodo sillón al jardín y allí me extasío mirando el cielo siempre azul perturbado a veces por perezosas nubes que se desplazan, que van juntándose hasta desaparecer dejando libre el espacio para que los pájaros, los loros, las guacamayas y los azulejos de Judy Garland crucen en libertad con sus gritos, graznidos o ásperos alaridos secos y disonantes.

Vivir es ver pasar las nubes, acostumbraba decir el alicantino Azorín. Y puedo afirmar que el escritor español decía la verdad porque sentado en el jardín de mi casa, prisionero indirecto del odioso régimen militar que me atropella, entiendo que Nicolás Maduro se disfraza de Teresa de Calcuta o de Florence Nightingale para que todos ensalcemos su buen corazón y me permita ver cruzar ante mis ojos la historia del mundo y las desventuras venezolanas con solo ver pasar las nubes por el cielo azul de mi jardín.

Cuando éramos niños, regresábamos en la tarde de la escuela mi hermano y yo; merendábamos en casa y no nos permitían salir a jugar a la calle con otros niños. Permanecíamos enclaustrados. Hoy, a mi avanzada edad sigo prisionero. No otra, al parecer, ha sido la línea irregular de mi accidentada vida venezolana. He querido ser siempre un ave rasgando el aire y encuentro que el país bajo el mandatario de turno disfruta y me obliga a ser ave de corral. Lloro cada vez que veo y escucho a Judy Garland, envejecida y maltrecha por la mala vida que le tocó vivir, cantar por última vez «Over the Rainbow» en el Orange Bowl de Los Ángeles, referirse a los azulejos que vuelan alto en el cielo y preguntarse al final de la canción: ¿Por qué no puedo hacerlo yo?

En un gesto de asombrosa paternidad, inoperante en un régimen militar tan desastroso como el que padecemos, se estableció que los viejitos, es decir, los de la tercera edad también llamada con necio eufemismo: “juventud prolongada”, pueden salir a pasear los sábados y los domingos, acompañados de gente más consciente y con el obligatorio tapaboca y los guantes protectores. Dicho de otra manera, podemos finalmente mi hermano y yo, ochenta años más tarde, salir a la calle, bajo vigilancia, a jugar con los otros muchachos pero con guantes y tapabocas.

¿Consuela saber que no somos los únicos enclaustrados? ¿Mitiga enterarnos que en cualquier lugar del mundo, por más aislado y desconocido que sea, hay alguien igual que yo pero distinto a mí, obligado a recibir visitas solo por teléfono?

Que recuerde, hubo un Nicolás Federman, gobernador de la provincia de Venezuela en mil quinientos y tanto, que tuvo mal comportamiento con el dinero ajeno y terminó en Madrid o en Valladolid preso en una casa particular. ¡Pero no tenemos que ir tan lejos! Carlos Andrés Pérez estuvo dos años preso en su propia casa. ¿Qué hizo? Lo mismo que hago yo en la mía: pasear por el jardín, leer, escribir, ver pasar las nubes. Él iba mas allá; mantenía contacto con la socialdemocracia y recibía visitas. Llegó a decir que realmente se sintió prisionero cuando tuvo que enfrentar en Miraflores situaciones difíciles y controversiales.

Pudo haberlo dicho para mentirse a sí mismo y creyésemos que La Ahumada era un paraíso, ¡pero eso fue lo que dijo!

En La Ahumada, su casa caraqueña, era hombre libre. Injustamente prisionero por mal intencionados enredos políticos, Carlos Andrés Pérez nunca se sintió entre rejas.

En todo caso, a mí el virus no me va a convertir en carne de prisión.

Al término de cada hora que transcurre en silencio dejo de escribir y de leer. Bajo las escaleras sujetándome con firmeza al pasamano y recorro la casa, salgo al jardín, me convierto en jardinero, transporto el sillón y me transformo no en Nicolás… Federman, sino en Carlos Andrés viendo pasar las nubes.

Posiblemente el ex presidente se extasiaba comunicándose con sus amigos políticos. Yo me deleito viendo pasar a los loros y a las guacamayas. Es posible que los alcances y diversidades de nuestros respectivos deleites sean los que determinan la diferencia entre Nicolás… Federman y yo, es decir, la espectacular diferencia entre la peste china que agobia al mundo y los azulejos que vuelan alto sobre el arcoíris de Judy Garland.

 


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