Al coronavirus le debemos el regreso a una vieja discusión sobre el producto interno bruto (el PIB), como herramienta para estimar la temperatura del desarrollo de un país, mediante el cálculo del valor de mercado de todos los bienes y servicios producidos por una sociedad. Fue creada hace alrededor de 90 años por Simon Kuznets, convirtiéndose en el indicador más usado por gobiernos y organismos internacionales.

 “La vida más allá del PIB”

Cada vez hay más coincidencia en torno a la idea de que el PIB no expresa fielmente el estado de una sociedad y esconde las limitaciones de un modelo de desarrollo que gotea por muchos lados. Cierto, pues, que pondera el crecimiento económico de las sociedades, pero no expresa el bienestar de su población, opinión que llegó a asomar el propio Kuznetz, relativizando un tanto la importancia de la herramienta que había inventado, argumentando que no tomaba debida cuenta de las diferencias entre cantidad y calidad del crecimiento y que “.… no refleja, por ejemplo, la desigualdad ni los daños ambientales, no distingue entre la producción de alimentos o de armas y no considera si un país vive en democracia o no …”.  En pocas palabras señaló que “… la vida va más allá del PIB…”, afirmación suya  que, va en la línea de una expresión algo desmesurada de Robert Kennedy, quien en 1968 declaró que el PIB “mide todo… excepto lo que hace que la vida valga la pena”.

Dentro de este marco de apreciaciones, hace pocos meses el premio Nobel de Economía, Joseph Stiglitz, declaró que la pandemia del coronavirus puso nuevamente de manifiesto “… que la economía mundial funciona sin red de seguridad…” y abogó, por sustituir el PIB por mejores indicadores, al tiempo que subrayó la necesidad de medir las consecuencias de pandemia echando mano de códigos que trasciendan la recesión económica.

Termómetros más sofisticados

Así las cosas, han proliferado iniciativas que apuntan a dimensionar el desarrollo incluyendo otros aspectos, más allá del crecimiento. El gobierno de Francia publica un índice de felicidad desde el año 2008 con indicadores diseñados por dos premios Nobel de Economía: Amartya Sen y Joseph Stiglitz. Estados Unidos comisionó, entre otros investigadores, al psicólogo Daniel Kahneman, también premio Nobel de Economía, para el diseño de indicadores de felicidad. Debe destacarse, igualmente, el surgimiento de otros informes como el Índice de Bienestar Económico y Social, en 1989; el Índice de Desarrollo Humano, en 1990; el PIB verde, en 2004; el Índice de Planeta Feliz, en 2006, el Índice de Progreso Social, en 2010; el Índice de Desarrollo Humano de las Naciones Unidas ; el Informe de la Felicidad Mundial, que se publica anualmente desde 2012; o el Índice Global de Felicidad, dirigido por Jeffrey Sachs, Richard Layard y John Heliwell, además de otros más que no logre ubicar, igualmente influenciados por el pensamiento de Amartya Sen y de Joseph Stiglitz, como fundamento importante para la construcción de criterios dirigidos a ensanchar la concepción del  desarrollo social.

Ahora se trabaja en la elaboración de criterios y métodos que apuntan a evaluar otros planos por los que también se desliza la existencia humana, con la pretensión, incluso, de calibrar la felicidad per cápìta.  Menuda tarea esta, pues la felicidad no es cuestión sencilla, depende de numerosos imponderables y está sujeta a múltiples significados que, además, varían con el tiempo. Pero lo importante es que se ha avanzado en su tratamiento conceptual y político, lo que resulta esencial para un mundo que trata de repensar los fundamentos que lo gobiernan.

El tema se abre hueco en los ambientes académicos, ocupa un lugar en la agenda de las preocupaciones colectivas e incluso se habla de la “economía de la felicidad”, un tema en el que concurren  los científicos trabajando de manera transdisciplinaria, a fin de ampliar el abanico de pautas que permitan calibrar la situación de los países.

¿Una crisis civilizatoria?

Se trata, así pues, de investigaciones promisorias, que encajan con reflexiones de fondo, según las cuales lo crucial estriba en plantear un nuevo modelo socio-económico que transforme en su esencia las relaciones de poder, las instituciones sociales, la convivencia colectiva, las reglas éticas, las actitudes hacia el entorno natural, y, en última instancia, nuestra conciencia como humanidad.

Se lleva un cierto camino andado, hay más termómetros disponibles y la validez del PIB tiende a decaer. Pero hay que apretar el paso, nos encontramos en medio de una crisis civilizatoria. Algunos ¿exagerados? como el profesor Jeremy Rifkin, sostienen que si no cambiamos de rumbo el ser humano podría considerarse una “especie en extinción”.


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