Todas las ventanas de la parte alta de mi casa y el inmenso ventanal que instala la blanca luz del sol en mi lugar de trabajo se cierran a sí mismas con el verdor de las ramas de una inmensa mata de mango más que centenaria. ¡Es la luz de Caracas! Una en febrero y otra sostenida en algún color inesperado en agosto y otra más que parece aire purificado. Pero no se trata de un solo verde. Desde mi cama de enfermo, batallando por mi vida, enfrentado a un enemigo invisible que mantiene en helado suspenso tanto a médicos como a pacientes de toda clase, edad o naturaleza, observo el pesado ramaje que logra abarcar toda la superficie de la ventana. Las hojas penden, desanimadas, sin fuerza. Ningún aire las roza y adivino que detrás de ellas se esconde el enemigo que intenta arrancarme de este mundo. Es una masa oscura, de un verde siniestro y apagado que contrasta con la serena alegría de la hoja inquieta, minúscula que busca esconderse detrás de la larga, oscura y pasiva hoja mayor, mientras otro verde matinal aparece más allá y de pronto se desequilibra, se agita y comunica a buena parte del ramaje un inesperado temblor porque algún aire divertido entra, discurre entre las hojas, logra que el pesado follaje se estremezca, oscile y muestra que permanece vivo, aunque sea por un instante antes de recaer en la absurda eternidad que vuelvo a ver cuando cesa el  verde estremecimiento y siento que me encuentro todavía atrapado en el otro lado del mundo.

Es allí, en el espeso ramaje sin ánimo donde se oculta covid, mi enemigo y sé que desde allí me observa y me vigila porque el viento se detiene y nada se mueve en la dura frialdad de los mediodías que me hacen languidecer. Cierro los ojos y pienso en mis amigos que en Polonia, Francia, Génova, Caracas, Los Ángeles, Madrid, Barquisimeto, Richmond, Virginia o Buenos Aires también piensan en mí defendiendo mi vida  apagada entre ramajes de mango.

Y llega el médico, sobrino político de Simón Alberto Consalvi (¡acepto la circunstancia como algo favorable!), y las altas y bien conformadas enfermeras proceden a resolver las inquietudes provocada por el virus al que le he puesto el nombre de Levi Russell en memoria del autor de aquella estrepitosa obra teatral musical llamada Vimazoluleka o porque encuentro cierto fragor en el apellido Russell que conviene mostrar al enemigo.

Y cierro los ojos y pido que bajen la cortinas de las ventanas para impedir que Russell observe lo que hacen el médico y sus ayudantes. Estos mantienen puesta la mascarilla y no logro entender lo que dicen y  prefieren dirigirse a mi hijo Rházil o a Laudith, esa mujer sagrada que no busca atención pero que la merece porque desde hace catorce años cuida mi casa y de mí y me regaña como si fuese una hija nacida en Barranquilla y yo como el padre que se deja regañar sin salir de Caracas.

Y siento que el equipo médico maneja el termómetro y controla la tensión; escucha y golpetea mis pulmones, trastea los brazos buscando inyectar lo que inyectan; programa largas sesiones de aire purificado y me hacen caminar observando el ridículo bamboleo de mi torpeza.

Y de pronto, escucho que un aire duro y embravecido arrastrando el vigor de un potro salvaje comienza a formarse en los países y ciudades donde vive gente que me quiere y es un aire que entra feroz y brutal sacudiendo el insidioso verdor del ramaje, expulsando de allí al enemigo que me estuvo acechando con perfecta tenacidad.

Y al amanecer, cuando Rházil o Laudith abren las persianas, la luz blanca del sol inunda mi cuarto de enfermo y siento que he regresado y exclamo: !Estoy vivo!


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