Meses antes de que se concretara su anunciado triunfo electoral, analistas dentro y fuera de México comenzaron a preguntarse qué clase de gobierno cabría esperar de Andrés Manuel López Obrador.

López Obrador aparecía como un marcador: su ascenso ponía fin a dos décadas de alternancia en el poder entre el Partido de Acción Nacional -PAN-, que gobernó dos períodos consecutivos, de 2000 a 2012, y el mítico Partido Revolucionario Institucional -PRI-, que volvió a gobernar entre 2012 y 2018. Así daba inicio a una nueva etapa, cuyos contenidos no estaban claramente perfilados. La victoria de López Obrador, con 53% de los votos, se interpretó como una profunda estocada política y simbólica al PRI, el partido fundado en 1929 por Plutarco Elías Calles, cuya gravitación en la vida política de México, por largas nueve décadas, fue simplemente aplastante.

Una de las tesis que se exhibió en las vitrinas fue que López Obrador tendría un margen relativamente estrecho para imponer un estilo de gobierno, porque había una serie de problemas de gran envergadura, que lo obligarían a esa prudencia que imponen las realidades complejas. En la lista de asuntos que se mencionaban, destacaba el giro de la política exterior de Estados Unidos bajo Donald Trump, que presionaba por soluciones urgentes que impidieran el ingreso de migrantes provenientes del Triángulo Norte de Centroamérica. Se escribió que la más importante tarea de López Obrador sería la de asegurar la fluidez de los intercambios económicos entre los dos países -también con Canadá-, y que estaba llamado a poner en movimiento una oportuna y hasta agresiva política de expansión comercial hacia los mercados de Europa y Asia, y de mayor penetración en América Latina, que le otorgase más autonomía con respecto al Tratado de Libre Comercio de América del Norte.

A esta primera corriente de optimismo se sumaron otras dos. Una de ellas partía de la propia trayectoria de López Obrador como funcionario. En los años en que fue jefe de gobierno del Distrito Federal, entre 2000 y 2005, fue un administrador moderado, juicioso en el gasto, austero en la toma de decisiones. Por lo tanto, lo que cabía esperar es que, ya instalado en el Palacio Nacional, se dedicara a la administración pulcra, a la lucha en contra de la corrupción y, de forma urgente, a la cuestión cada día más grave del narcotráfico y su incontrolable irradiación de violencia criminal.

Me interesa detenerme en la afirmación risueña que hizo esa izquierda que se define a sí misma como democrática, que entonces sostenía con firmeza que las referencias de López Obrador a Fidel Castro, que sus reiteradas exaltaciones izquierdistas y nacionalistas, no eran más que usos retóricos de finalidad meramente electoral, y que, instalado en el poder, primaría el gerente pragmático.

En la edición de enero de 2019 -número 208- de la revista Letras Libres, Enrique Krauze publicó un extraordinario ensayo en el que desgrana los libros que López Obrador ha dedicado a la historia de México. Se llama “El presidente historiador”. Se trata de una lectura especialmente reveladora, porque expone, con pulcra argumentación, cómo, violentando los hechos, López Obrador usa la historia para fines políticos. En palabras del propio Krauze: “Politiza la historia”.

Aunque no fuese autor de ningún libro -por fortuna- uno de los empeños más pertinaces de Chávez fue el de malversar la historia de Venezuela, de América Latina y de otros países, para que ella le sirviera a sus propósitos y encajara con su objetivo de eternizarse en el poder. A la filia por el castrismo y a la deliberada manipulación de la historia, una tercera y profunda megalomanía une a Chávez y a López Obrador: la de presentarse a sí mismos, como figuras-hito de la gran historia. Mientras que Chávez se proclamaba como el continuador directo de la tarea liberadora iniciada por Simón Bolívar -Bolívar mismo le habría entregado el testigo-, López Obrador se declara el genio de ”la cuarta revolución” de la historia de México. Según esta narración, la historia del gran país hispanohablante del mundo, se congrega alrededor de cuatro momentos: la Independencia, las reformas liberales del XIX, la Revolución mexicana y la llegada de López Obrador al poder.

Estas tres coincidencias no son cosméticas: configuran la mentalidad afín, el mesianismo común que define sus modos de gobernar. Como Chávez en su momento, López Obrador ha puesto en circulación un discurso y unas prácticas de tolerancia hacia el narcotráfico y las mafias armadas, con el argumento de que los delincuentes son víctimas del capitalismo. Como Chávez, está trabajando para lograr el control pleno de la institucionalidad electoral, y así disponer de una estructura que le permita mantenerse en el poder por tiempo indefinido. Como Chávez -bajo tutoría directa de cubanos- está politizando a las fuerzas armadas, proclamando la unidad pueblo-ejército, mientras crea privilegios para algunos de sus sectores. Como Chávez, ha dado los primeros pasos para establecer una hegemonía comunicacional. Como Chávez, ha centrado la función de gobierno en un programa de televisión -en el caso de López Obrador, diario-. Como Chávez, ha ido aglutinando a su alrededor a los sectores más extremistas de su partido, Morena. Como Chávez, está avanzando en la paralización de la economía. Como Chávez, hace declaraciones pugnaces, absurdas y provocadoras, como por ejemplo la exigencia que hizo al rey de España, Felipe VI, de que pidiese perdón por los hechos de la conquista de México. Como Chávez, sus declaraciones están provistas de esa ambivalencia entre verdad y mentira, cierto e incierto, posible e imposible. Cómo Chávez, su hostilidad hacia los medios de comunicación independientes y al ejercicio profesional de un periodismo autónomo es cada día más evidente.

¿Acaso es posible todavía dudar de que Chávez y López Obrador son bailarines de un mismo vals?


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