Recién llegado por primera vez a Buenos Aires recuerdo haber visto, en una vieja talabartería de la calle Vera, a un hombre corpulento, de pie frente una alta mesa de hierro y madera contrachapada. Sobre la mesa se extendían un sinfín de herramientas de todo tipo: martillos, cuchillos, pinzas, sacabocados, remachadoras, cintas métricas, compases, punzones y pica hielos. Cada movimiento que hacía el hombre ocurría a una velocidad vertiginosa y a un ritmo prácticamente invariable. Pero lo más llamativo de todo era el hondo entendimiento entre sus manos, que parecían tener vida propia. Podía estar una sosteniendo o supliendo un instrumento y la otra fijando un broche de presión, estirando un corte de piel o tallando un acabado. «Este hombre vive para su trabajo», pensé en ese momento. Ahora reconozco que estaba equivocado y que la frase que compuso mi memoria estaba mal articulada. Aquel hombre no vivía para su trabajo. Lo cierto es que su trabajo era lo mismo que su vida.

Años después, al volver a transitar por dicha calle, noté que el lugar había cerrado sus puertas para siempre, y aunque en Buenos Aires sobran talabarteros, no pude evitar entristecerme al concluir que aquel taller, que en cierto modo era también un universo, había dejado de existir. Más adelante supe el porqué: a pocas cuadras de la calle Vera, sobre una avenida amplia y recién pavimentada, habían levantado una fábrica de cuero. Desde luego, con los niveles de producción que la fábrica tenía se estaba resolviendo un problema de demanda excesiva. Toda esa mercancía que el talabartero elaboraba en un mes, la confeccionaban ahí en cuestión de horas. Pero ninguno de los trabajadores de la fábrica, estoy seguro, ni de los técnicos, ni de los gerentes que la administraban —¡Ni hablar de los dueños!—, hubiera sido capaz de elaborar por su cuenta, empleando únicamente su energía e intelecto, una albarda gallinera o una silla de montar.

Ocurre lo mismo con las profesiones cuando se adentran demasiado en su propio campo. Un médico experto en hepatología no tiene por qué olvidar que el cuerpo humano es una totalidad, una estructura interconectada y no una mera sucesión de órganos sin relación de continuidad. Por lo tanto, su labor es ser médico antes que hepatólogo, y para ello necesita entender con claridad cómo funciona nuestro organismo, de qué manera se vinculan sus distintos aparatos y sistemas, qué efectos secundarios puede tener tal o cual medicamento para el hígado en algo tan aparentemente mundano como el bazo o la vesícula biliar. Tal como dije, no debería suceder que un médico especialista olvide todo esto, pero lamentablemente pasa, y mucho.

Desde mediados de la década de los cincuenta, la tendencia predominante ha sido la de dividir, clasificar y engavetar cada vez más el conocimiento. Nos hemos vuelto tan capaces, tan calificados a la hora de desempeñar tareas específicas, que lo demás nos resulta irrelevante. Solo conocemos una pequeña parte del proceso sobre el cual trabajamos aisladamente porque hemos sacrificado la integridad creativa en beneficio de mayores índices de riqueza y productividad. Es por eso que, a mi juicio, son tan importantes los oficios. En ellos hay arte, precisión técnica e innovación. Quien ejerce un oficio deja siempre parte de su alma en aquello que hace, pues cada pieza es única e irrepetible. Al mismo tiempo conoce a fondo todas las etapas que separan a la materia prima del producto final, de modo tal que su vida y su trabajo terminan siendo indivisibles.

Con esto no pretendo atacar o disminuir el valor de los estudios especializados. Tampoco estoy sugiriendo que abandonemos lo que hacemos para dedicarnos a curtir cuero o a moldear arcilla. Lo que propongo es, en cambio, que hagamos de la profesión un oficio, es decir, una actividad trascendente y con significado.

Los invito a que busquen la definición que el diccionario da de algunas profesiones. Encontrarán que un médico es aquel que «ejerce la medicina». Yo agregaría que su oficio es el de servir a los demás. En el caso de los historiadores aparece lo siguiente: «especialista en historia», o, a lo sumo, si el diccionario es algo más verborrágico: «dícese de quien investiga sobre el pasado». Para mí, el oficio de un historiador es divulgar el pasado, con sus errores y aciertos, en función de mejorar la sociedad presente. ¿No les parece una acepción mucho más bonita y útil en general? Lo mismo aplica para estos, aquellos y los de más allá.

La idea es enriquecer moral y espiritualmente la ocupación que elegimos poniéndola de nuevo al servicio de la sociedad. Si en el trabajo somos puntuales, responsables, eficientes, comprometidos, ¿por qué no proyectar esos valores en todo momento? O mejor aún, ¿por qué no hacer de ellos rasgos esenciales de nuestra personalidad? Por otro lado, cuando existe una motivación, un impulso, una razón de ser detrás de lo que hacemos, nuestra visión del mundo crece y se expande. Desde el punto de vista laboral, esa motivación podría ser la siguiente: convertir el pequeño habitáculo en donde reside nuestro saber profesional en un universo entero de sentido puesto al servicio de Venezuela.

Esa sería la mejor manera de aprovechar el talento y la experiencia que nos ha tocado en suerte, actuando responsablemente ante el llamado del deber.


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