Pienso que todos somos conscientes de que la situación actual precisa de un cambio que nos enrumbe hacia tiempos mejores. Hay algo, sin embargo, que es importante considerar. Y tiene que ver con el valor del momento presente y de la vida ordinaria; de esa cotidianidad que constituye la base firme de todos los cambios duraderos.

Los hábitos forman hombres virtuosos y no se adquieren de un día para otro. Aprender a leer, a escribir, terminar una carrera, insertarse en la dinámica de un lugar de trabajo, toma tiempo. Todo aprendizaje lleva su tiempo, pues para que lo nuevo se asimile de manera adecuada se necesita de una toma de conciencia en la que se actualiza, también, la libertad personal. Si esto no sucede, los cambios serían temporales, efímeros y todo lo que podría parecer haber cambiado (si ocurriese) podría revertirse.

Muchos de nuestros pensadores tratan el mal del inmediatismo; de la impaciencia; de ese desear que todo cambie “ya”, “ahora”, como dice Ramón J. Velázquez en uno de los documentales de Bolívar Films. No niego que tras tantos años de deterioro necesitemos avizorar una transición. Mi temor es, sin embargo, la amenaza de ese “desequilibrio vergonzoso” al que se refería Mario Briceño Iragorry cuando aludía al quiebre espiritual de una nación cuando los logros exteriores, materiales, son “arrolladores”. Si no advertimos ahora la necesidad de crecer hacia dentro; de ahondar en el valor del trabajo cotidiano de todo el que lucha en estos momentos por algo; del esfuerzo por pensar y estudiar, para estar así en mejores condiciones de aportar a las futuras soluciones, la emoción de triunfos sonoros volvería a vaciar los espíritus. Y hay que estar en guardia ante esa amenaza.

Si esta ha sido nuestra dolencia, hay que procurar trabajar para debilitar sus síntomas. Los cambios verdaderos tienen que asentarse en bases firmes. Y pienso que son tiempos para enseñar el gran valor de la vida de todos los días, desde la mañana hasta la noche, con sus características en apariencia rutinarias, pero susceptibles de ser transidas por el sentido que otorga a todo la apertura a la trascendencia. Centrarse en la labor cotidiana, en lo que cada uno tiene entre manos, en las ilusiones que da trabajar cara a futuras generaciones, en las ideas que podrían significar cambios importantes para el país, es más profundo de lo que parece. El tiempo vale oro y usarlo bien equivale a redimirlo. Todo trabajo es valioso, porque constituye el medio para hacerse bueno y servir a los demás con los personales talentos. Y “amar y servir”, lema ignaciano, abre al mundo, a los demás y a Dios.

El trabajo concebido como un medio transformador (de uno mismo y de los demás) es un don que ofrecemos a una sociedad deteriorada. Por eso importa enseñar a estudiar, a trabajar, a tomarse en serio lo que cada uno hace. A crecer, en definitiva, en hábitos de trabajo: a tomar conciencia de cómo se actualiza la libertad personal cuando se va aprendiendo a hacer un uso ordenado de los talentos.

Pienso que importa ir advirtiendo lo que hay que cambiar mientras luchamos para que el proceso se oriente cada vez más hacia donde deseamos. La lentitud de los procesos se entiende también desde esta perspectiva, pues las transiciones se van dando progresivamente, y ante todo, en el interior de cada uno, cuando tras hacernos conscientes de lo que cada uno puede mejorar, lo asumimos en libertad.

Todo lo grande nace pequeño, y en silencio. Las bases de un edificio no se ven, pero sin ellas lo visible se caería. La semilla también crece bajo tierra y solo con el tiempo da fruto. Tras la caída del Imperio Romano, ese mundo en ruinas fue levantándose muy poco a poco. La estabilidad de unos monjes interiores, que supieron trabajar en silencio y custodiar un legado de siglos, fue fundamental para sostener una civilización.

Centrarse en la realidad, en el esfuerzo de cada día, constituye el medio para crecer en virtudes. Solo en la calma, además, se puede pensar y digerir lo que sucede, y es allí, en el instante presente vivido en plenitud, como uno puede orientarse y ver con claridad.

Otro lema ignaciano, recogido en Camino, de Josemaría Escrivá de Balaguer, “está en lo que haces”, es un criterio orientador. No solo porque es allí donde estamos, centrados en el único tiempo real (el presente), haciendo lo mejor que podamos lo que sabemos hacer, sino porque es en el momento presente donde encontramos a Dios. Es allí, en lo concreto ordinario, donde se percibe lo extraordinario: esas sorpresas gratuitas (dones) que iluminan el caminar. Fue en el desierto donde los israelitas vieron caer maná del cielo, pues si no era ahí, ¿dónde más podrían haberlo visto y recibido?

Formar el corazón no entra en contradicción con formar la cabeza, con estudiar, y enseñar lo importante que es procurar hacer lo mejor posible lo que uno hace. Ser buenos, hacerse buenos haciendo bien lo que se hace: pienso que en esto, tan sencillo y difícil, se resume lo que mejor podemos hacer por el país.


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