Bong Joon-ho terminó de consagrarse el año pasado cuando Parásitos arrasó con la Palma de Oro de Cannes, en los Oscar con las estatuillas al mejor guion, director y película, y un número apreciable de premios del cine contemporáneo. El director, en realidad, venía haciéndose notar desde hace unas dos décadas largas, en un género, el de la ciencia ficción y el cómic, que tenía paradójicamente mucho que ver con el falso realismo y el vuelo de parábola que Parásitos prometía.

Podríamos comenzar con The Host, (literalmente El anfitrión) una película de 2006, que combinaba, de forma particularmente ominosa, los juegos con el medio ambiente y los monstruos que podrían procrear.

Un químico americano, para ahorrarse problemas, ordena a su ayudante que bote al río una sustancia que ya no quiere almacenar. El asistente obedece bajo protesta. Seis años más tarde en la Corea contemporánea, una criatura traviesa y hambrienta, aparece en el río y ataca a la población. La fórmula, claro está, es la de tantos monstruos de origen asiático que poblaron las pantallas televisivas desde hace décadas, pero Joon-ho es demasiado inteligente para caer en el cliché. La aventura es vista a través de una familia que regenta un humilde kiosco que les sirve de sostén económico. (Son un embrión de lo que unos años más tarde serán los protagonistas de Parásitos). Su vida es descrita con minuciosidad, hasta que sorpresivamente, se verán sacudidos por el visitante y, a pesar de ellos, empujados a enfrentarse con él, y derrotarlo, en una película de tono aparentemente ligero. Pero de fondo siniestro y final abierto.

Mientras filmaba The Host, al director le cae entre las manos el cómic francés Le perceneigre, el atraviesa nieves, que propone un universo en el que la catástrofe ecológica ha cristalizado, literalmente, en una nueva Edad de Hielo, a raíz de la soberbia de un millonario, Wilford; que ha querido revertir el calentamiento global.

Para escapar del frío, el mismo Wilford ha inventado un tren, el atraviesa nieves del título, que recorre el mundo en un viaje sin fin, huyendo de lo que en realidad nadie puede huir, ya que el hielo todo lo rodea. Pero de nuevo, esta parábola de ciencia ficción es penetrada por las inquietudes sociales de Bong Joon-ho. El tren es un constructo fuertemente estratificado, pensado para que los plutócratas se salven de la catástrofe. Viajan en un mundo privilegiado, una primera clase que los abriga, los protege y les da una identidad. Detrás en las sucesivas clases van los demás, hasta los últimos vagones que llevan a los condenados de la tierra. Que por supuesto se rebelan, llevando a bordo del tren las condiciones que lo crearon en primer lugar. De nuevo, todo vuelve a terminar en una catástrofe, que , como en los finales del director propone una vía de salida, posible, lejana y siempre cuestionable al conflicto que ocupó a los protagonistas.

Y ahora sale, para deleite de los admiradores de Bong Joon-ho, la miniserie. El planteo es el mismo, solo que, dada la libertad que propone en términos de tiempo el formato de miniserie, el prólogo narra cómo fue concebido el tren, y por qué los pobres in extremis fueron incluidos en él , por supuesto que en los últimos vagones, y siempre planeando revueltas, justificadas y lógicas. También sabemos que el tren lleva 1.001 vagones, se interna en una nada planetaria y es movido por el célebre artilugio, teóricamente imposible, pero al que la fantasía física siempre regresa: la máquina del movimiento perpetuo. La miniserie tiene además una libertad adicional sobre la película. Puede asirse a su origen de historieta para describir el poder de la máquina, al tiempo que describe con un realismo feroz la penuria de los que se subieron de último al tren. Una miniserie atrapante. Ambas, película y miniserie, están en Netflix y valen la pena.


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