Erdogan en la cabina de control del metro / Foto Presidencia Turquía

Todos los personajes públicos tienen su momento. En sus biografías, casi siempre es fácil identificar un hecho, una frase quizá, que los identifica de forma inequívoca. En el caso de Recep Tayyip Erdogan, el recién reelegido presidente turco, seguramente ese momento se remonta al ya lejano 1996, cuando, siendo alcalde de Estambul, dijo aquello de que «la democracia es un tranvía: cuando llegas a tu parada, te bajas».

Desde aquella boutade, 27 años atrás, Erdogan no ha terminado de bajarse del tranvía democrático. Puede ser que todavía no haya llegado a la que él entienda que es su verdadera parada pero, después de dos décadas en el poder, es más razonable pensar que, ahora que es él quien ocupa el puesto de conductor, quizá le haya cogido el gusto al sistema.

Un sistema es verdad, que ha sabido manipular en su beneficio, pero sin llegar nunca a traspasar del todo la raya que separa a los líderes con credenciales democráticas de los verdaderos tiranos.

No le falta razón al líder turco cuando se pregunta si hay algún dictador que haya necesitado una segunda vuelta para ser reelegido.

Cambio constitucional

Criticado en los medios occidentales por las creativas maniobras destinadas a modificar la constitución de su país, a explotar los medios de comunicación públicos en su provecho y a controlar la justicia, Erdogan no se molesta demasiado en ocultar su vocación de autócrata ni su deseo de perpetuarse en el poder.

Pero, si somos honestos, no es el único líder político que ha sido acusado, casi siempre con fundamento, de controlar la televisión pública donde esta existe. No es el primero que ha caído en la tentación de influir en la designación de los jueces para los altos tribunales de justicia, algo que en algunos países, como los EE.UU., forma parte de las reglas del juego.

Hay, es obvio, una diferencia entre Erdogan y la mayoría de los líderes occidentales. Pero tengo para mí que esa diferencia es cuantitativa, más que cualitativa. Por eso, aunque no todos los gobernantes sean iguales, es justo preguntarse quién es el que puede, en los difíciles momentos que vivimos, tirarle al líder turco la primera piedra.

¿Defender a Erdogan?

No es, desde luego, mi intención defender a Erdogan. Ni es mi papel juzgar políticamente sus acciones ni siento por él ninguna simpatía. Un oficial de la marina turca que me honró con su amistad murió en la cárcel, acusado de participar en el golpe de estado de 2016.

No sé si estuvo implicado —nunca pude volver a hablar con él— pero el líder turco fue criticado en su momento por extralimitarse en la necesaria defensa de la legalidad. Hay quien asegura que aprovechó la ocasión para deshacerse sin demasiados escrúpulos de todos los que amenazaban su poder personal. Y entre los sospechosos, desde luego, estaban muchos de los mandos de sus fuerzas armadas.

Dicho esto, y cualesquiera que sean sus culpas, tiene Erdogan en sus manos el que quizá sea el tranvía más difícil de conducir de todo el planeta. Un tranvía que se ve obligado a circular sobre dos raíles casi antagónicos, uno apoyado en el sueño de ser Europa de las élites intelectuales y el otro en el alma islámica de la mayoría de la población.

Construir una vía transitable sobre terrenos tan opuestos pudo haber sido un experimento histórico excepcional, para el que quizá hayan faltado verdaderos líderes, tanto en Turquía —no todos pueden ser Ataturk— como en la propia Europa, poco generosa con una nación en precario equilibrio.

Pero no es cosa ahora de lamentarse por la leche derramada. Sobre todo porque sobre los hombros de Erdogan se acumulan los problemas. Al tranvía turco le falla la máquina de la economía, una máquina de por sí escasa de potencia que sufre más que otras, con más caballos, en los repechos que creó la pandemia y que la guerra de Putin ha conseguido hacer todavía más empinados.

Por si eso fuera poco, no hay muchos tranvías nacionales que tengan paradas en lugares tan difíciles como la frágil democracia turca.

Una parada, para empezar, en el Egeo, donde la geografía política ha creado una situación explosiva: la costa turca está rodeada de islas griegas, algunas muy pequeñas y a corta distancia de tierra que, de aplicarse las normas de la Convención de las Naciones Unidas sobre el Derecho del mar –convenio del que Turquía no es signatario– privarían a este país de todas las riquezas de una de sus fachadas marítimas.

El desacuerdo con Grecia se ha vuelto violento en ocasiones, pero antes de condenar a uno u otro país, es necesario poner las cosas en perspectiva: en un escenario con muchas menos dificultades, España tampoco ha sido capaz de cerrar acuerdos sobre los espacios marítimos de soberanía con ninguno de nuestros vecinos. No es solo Marruecos, aunque la prensa se ocupe preferentemente de los conflictos con este país. Es también Francia, Portugal, Argelia y, desde luego, Gibraltar.

La siguiente parada podría estar en Chipre, una isla compartida por comunidades enfrentadas, turcochipriotas y grecochipriotas, estos últimos muy mayoritarios. Desde hace cinco décadas, el ejército turco sostiene en el norte de Chipre una república nominal, solo reconocida por Ankara.

No fue Erdogan el responsable de esta situación enquistada y, como suele ocurrir en los conflictos internacionales –también en Ucrania– tampoco es la comunidad turca la única culpable. Pero la ocupación de parte de una nación independiente en defensa de una minoría étnica afín se parece demasiado a lo que Rusia quiere hacer en los territorios de la antigua URSS –al menos en los no protegidos por la OTAN– para que la guerra de Putin no encuentre cierto grado de comprensión en Ankara.

Siguiendo la vía del Mediterráneo llegaríamos a la parada de Siria, el conflictivo vecino del sur, en guerra civil desde hace 12 años. Después de algunas aventuras militares en un caótico escenario en el que todos han luchado contra todos –y en el que el verdadero enemigo de Turquía siempre fue el pueblo kurdo o, según Ankara, su brazo terrorista– todavía le queda a Erdogan por resolver el problema de los refugiados sirios, que en su día aceptó acoger en su territorio a cambio de una cuantiosa ayuda económica de la UE. ¿Qué hacer ahora con ellos?

Casi tan compleja como la guerra civil Siria es la siguiente parada del tranvía de Erdogan: el Kurdistán turco, donde el PKK, una organización hoy reconocida como terrorista por la UE, lucha por la independencia o, cuando menos, el autogobierno de las comunidades de etnia kurda en Turquía, Irak, Siria e Irán.

La guerra de Putin

La última parada de la línea, y la que quizá pese más a la hora de valorar los efectos de la reelección de Erdogan en la política internacional a fecha de hoy, nos lleva a la guerra de Putin y a la cohesión de la Alianza Atlántica en los momentos en que esta es más necesaria.

Turquía, miembro de la OTAN, juega en esta guerra un papel con personalidad propia. Condena la invasión, pero no participa en las sanciones económicas. Controla los estrechos que dan acceso al mar Negro, limitando el poder naval ruso en torno a Ucrania, pero apuesta por la negociación a sabiendas de que Putin no tiene ninguna intención de devolver los territorios ocupados. Su actitud, deliberadamente ambigua, abre puertas a acuerdos como el del grano, pero da a Rusia unas falsas esperanzas que prolongarán la guerra.

Por si eso fuera poco, Erdogan se ha resistido a ratificar el ingreso de Suecia en la Alianza –algo que, superado el período electoral, se espera que se resuelva en la próxima cumbre de la OTAN en Vilna– ahorrándole una derrota política a Putin y arrebatando a sus propios aliados una baza de indudable prestigio.

¿Por qué ocurre todo esto? Detrás de los recientes desplantes de Erdogan a la Alianza –que comenzaron con la compra del sistema de misiles antiaéreos ruso S-400– hay, seguramente, complejas razones de índole político, económico o industrial. Pero también hay algo más.

Si se me disculpa la simplificación, Turquía, un país orgulloso que comparte con Rusia el sentimiento de que Occidente le rechaza por ser quien es, se venga de los agravios sufridos, unas veces imaginados y otras reales, apurando el poder de veto de que goza como miembro de la OTAN. Una organización que, aunque los portavoces del Kremlin finjan olvidarlo —no hay día en que Lavrov Peskov no culpen a la OTAN de atacar a Rusia— solo decide por unanimidad.

La decepción

Es la ambivalencia de Erdogan, su cercanía al dictador ruso, la verdadera razón por la que su victoria en la segunda vuelta de las elecciones presidenciales habrá decepcionado a muchos líderes occidentales. Casi todos preferirían ver a su rival en el volante del tranvía. Pero solo cabe felicitar al gobernante aliado y, como manda el protocolo naval, desearle suerte. Porque, de la misma forma que no corresponde a Putin decidir quien debe gobernar Ucrania, tampoco somos nosotros quienes elegimos qué líder ha de conducir el tranvía turco.

Esa, precisamente, debe ser la diferencia entre una alianza de naciones democráticas, como es la OTAN, y el régimen de soberanía limitada que Putin, imitando a Brezhnev, trata de imponer a sangre y fuego a sus antiguos socios de la URSS.

Artículo publicado en el diario El Debate de España


El periodismo independiente necesita del apoyo de sus lectores para continuar y garantizar que las noticias incómodas que no quieren que leas, sigan estando a tu alcance. ¡Hoy, con tu apoyo, seguiremos trabajando arduamente por un periodismo libre de censuras!