De aldea en aldea, el viento lo lleva, siguiendo el sendero. Su patria es el mundo, como un vagabundo va el titiritero. Viene de muy lejos, cruzando los viejos caminos de piedra. Es de aquella raza, que de plaza en plaza, nos canta su pena”. (“El titiritero”. Joan Manuel Serrat).

En estos últimos años, en los que me he introducido, con mayor o menor éxito, en el mundo de los creadores, he aprendido muchas cosas. Casi todas ellas, de gran valor, hasta el punto de haber variado sustancialmente la visión que tenía de la vida; de la propia y de la ajena.

He de decir que, aunque he practicado deporte desde pequeño, nunca he practicado deportes de equipo. Y ahora que mis hijos, y anteriormente mi hermano, me llevan por todos los campos de fútbol base de la comunidad de Madrid y de otras comunidades, reconozco que siempre he sentido envidia de la conciencia de grupo que crea el equipo.

En este sentido, siempre he sido bastante individualista, lo que muchas veces me ha hecho sentirme solo en la trinchera, en determinadas situaciones de la vida. Es cierto que tengo buenos amigos, por fortuna, pero los amigos son como el París Saint-Germain; no son un equipo, sino un grupo que triunfa a base de sumar individualidades, normalmente por el valor intrínseco de cada uno de sus miembros, no por la suma de ellos. Embebidos, cada uno, de su circunstancia personal y profesional, la única conciencia grupal es el cariño.

Ha sido ahora, a mis 51 años, cuando he empezado, merced a esta profesión preciosa del periodismo, de la escritura, a conocer la conciencia grupal. Es posible que esto extrañe a la mayoría, ya que el concepto que uno tiene de un creador, ya sea escritor, periodista, guionista o compositor es, precisamente, el de la individualidad más absoluta. El tipo, encerrado en su despacho, en su estudio, concentrado en la elaboración de un texto, de una letra, de un guion. Todo esto, no por tópico, deja de ser cierto. El creador, por lo general, necesita la soledad, la paz y concentración que te aporta el silencio. Por tanto, no es en el proceso creativo en el que se da la conciencia grupal de los creadores.

¡Quién le ha visto y quién le ve!, discutía en el café. La interminable cuestión, de si son o si no son. Juntos deciden votar, hay que pasar a la acción; por general decisión, se suspende la función”. (“Cómicos”. Víctor Manuel).

En realidad, la cohesión de los creadores, de los artistas, de los titiriteros, como a mí me gusta denominar a esta amalgama de locos brillantes en la que me integro, se da en la conciencia social. El colectivo artístico y creativo siempre es una piña cuando hay que defender diversas causas, unas de ellas más lícitas que otras, indudablemente. Unas más acertadas y otras más cuestionables, pero, por mi experiencia, si apelas a la conciencia grupal, siempre vas a encontrar más apoyos y adhesiones que indiferencia. Es cierto que, a veces, te sorprende que aquellos que, por su posición principalmente política, deberían ser los más implicados en determinadas causas, sobre todo de justicia social y de solidaridad; pero son más fríos cuando no se trata de defender su bolsillo o posición. Por supuesto, no estoy generalizando. Cada uno somos de nuestro padre y de nuestra madre y nos levantamos de mala leche los lunes, faltaría más.

Y hoy no te sientes con humor, pero la gente pide más. Hoy tu sonrisa se escondió. Te la tuviste que pintar”. (“Tu sonrisa”. Duncan Dhu).

Recuerdo una entrevista que le hicieron al genial Julián López, artista polifacético nacido como tantos otros, Pablo Chiapella, Joaquín Reyes, Ernesto Sevilla y algunos más, de ese histriónico programa llamado La hora chanante. Decía Julián, en esta entrevista, que alguna vez le paraban por la calle y le decían, por poner un ejemplo: “Hombre, tú eres el cómico ese de la tele. Anda, cuéntate un chiste”. A lo que él respondía: “¿Y tú qué eres, panadero? Pues hazme una barra”.

Cierto. Quizá nos pasa a todos, desde la otra orilla del rio, pero desde esta orilla, cuando la gente empieza a considerarte no ya el tipo de siempre, sino alguien que, con mayor o menor acierto, se dedica, por ejemplo, a escribir, empiezan a mirarte de otro modo y, por tanto, se espera de ti un plus, sobre todo los que te conocen menos. La gente espera brillantez, lucidez, sarcasmo; algo que, de alguna manera, te haga el centro de la mesa.

Nada más lejos de la realidad. El centro de la mesa lo ocupa el tipo de siempre, que igual es informático, y atrapa la atención del respetable desde el principio. Yo cuando me ocurre eso, siento un gran alivio, la verdad. Si piensan que un autor ha de ser efervescente y carismático, prueben a tomar un café con Antonio Muñoz Molina, y luego me cuentan.

El joven aprendiz de pintor, que ayer mismo, juraba que mis cuadros eran su catecismo, hoy como ve que el público empieza a hacerme caso, ya no dice que pinto tan bien como Picasso. En cambio la vecina, que jamás saludaba, cada vez que el azar o el ascensor nos juntaban, vino ayer a decirme que mi última novela, le excita más que todo Camilo José Cela”. (“El joven aprendiz de pintor”. Joaquín Sabina).

Cuentan que, en los años cincuenta, el actor James Stewart, ya una estrella internacional, se desplazó a Madrid y eligió el hotel Ritz para alojarse, como el establecimiento de más prestigio de la capital. No obstante, cuando en recepción se percataron de que su profesión era actor, actividad que se encuadraba en el epígrafe de “artistas”, le negaron la entrada, ya que entre las normas del Ritz se encontraba la imposibilidad de alojar a artistas, que entonces se consideraban “malas gentes, ladrones, pecadores y, en general, personas de las que uno no podía fiarse”. Solo su acreditación como miembro de las fuerzas armadas norteamericanas le permitió, finalmente, ser huésped del hotel.

Así, pues,  el marchamo de bohemios y de revolucionarios ha acompañado a los artistas, a los titiriteros, dicho sea esto sin ánimo peyorativo , ya que yo estoy orgulloso de poder llamarme así, de encuadrarme en esta panda de locos y vividores que buscan el deshonroso fin de hacer feliz al mundo, de que este planeta sea un lugar más bello y, sobre todo, más interesante.

Vacía su alforja, de sueños que forja en su andar tan largo. Nos baja una estrella, que borra la huella de un recuerdo amargo. Canta su romanza, al son de una danza hibrida y extraña, para que el aldeano, le llene la mano, con lo poco que haya. (Y quizá mañana, por esa ventana que muestra el sendero, nos llegue su queja, mientras que se aleja, el titiritero”. (“El titiritero”. Joan Manuel Serrat).

Meridianamente claro. Sean felices.

@julioml1970

 


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