Harnodio y Aristógiton fueron los primeros tiranicidas

En las confidencias imaginarias que le atribuye Ramón J. Velásquez a Juan Vicente Gómez, el andino autoritario y patriarcal que gobernó a su antojo al país venezolano durante ventisiete años, lamenta que sus enemigos llamen dictadura a la historia de su presidencia. Es la manera  que asume el déspota para disimular su arbitrariedad. No se considera un tirano. Por el contrario, cree ser un Salvador, una suerte de Enviado por la Providencia para serenar los espíritus, ordenar las disparidades que atomizan al país y conducirlo por los caminos del honor y de su personal beneficio.

Ser pobre es bueno, afirmó criminal y desconsideradamente otro de nuestros tiranos y al igual que Juan Vicente y tantos otros, se apoderó de una cuantiosa fortuna que un temprano y desconsiderado cáncer colon rectal le impidió disfrutar a plenitud.

Son fortunas que desvergonzadamente disfrutan los descendientes, pero todo el país clama para que los millones atesorados con afrentosa indignidad regresen adonde nunca debieron salir.

El tirano bosteza mientras los atemorizados habitantes con voz casi inaudible por temor a ser escuchados lo llaman tirano, déspota, arbitrario, Nerón, cacique, Pinochet, autócrata, nazi, dominador, perezjimenista, pensamiento único y a estos odiosos vocablos opone una sola palabra: ¡democracia!, suficiente para echarle en cara su incapacidad para organizar y encauzar una vida mejor sin tener que agobiar a nadie.

Lo repudiamos y no nos rebelamos porque tememos su crueldad apoyada en las armas militares. Es lo que explica que algún oscuro teniente coronel, comandante de un Batallón de Paracaidistas, alcance el poder asestando un violento golpe de Estado; mediante elecciones fraudulentas o por algún inesperado percance político.

Un psiquiatra de Google, el argentino Marcos Aquinis, afirma que el tirano “ignora la piedad y el perdón, que considera signos de peligrosa debilidad o derrota. Jamás se pone en el lugar del prójimo, al que, en general, desprecia cuando no le sirve. Considera que merece que todo le pertenezca. Por eso se dedica a confiscar los bienes ajenos. Y no lo frena el pudor al mentir, en especial cuando asegura que ayuda a los pobres y débiles. Pero los pobres siguen siendo pobres, para constituir su ejército ciego, ignorante, que lo apoya para continuar atornillado en el poder. Dice que gobierna para todos, pero es mentira, porque margina sin clemencia a quienes no bajan la cabeza ante él ni doblan la rodilla. Le fallan las percepciones debido a la omnipotencia de su mente inmadura. Su soberbia requiere una reiterada convalidación por parte de los aduladores, que deben servirle halagos como si fuesen el pan de cada día. Es un negador tenaz de la realidad, a la que le impide que llegue a su retina” y por allí sigue el google argentino y mientras enumera las atrocidades del déspota, la historia ve desfilar bajo una luz cenital a los civiles “manos duras” o a los que visten uniforme militar saqueando países, impidiendo sus avances. Es lo que sucede desde los tiempos del  conquistador, de los expedicionarios, gobernadores, capitanes generales,  aristócratas de la Colonia y héroes de la Independencia hasta llegar a Ezequiel Zamora y los caudillos sin origen.

El gobernante de “mano dura” (¡Juan Vicente Gómez las mantenía enguantadas!) disfruta sosteniendo una corte de adulantes que en el país venezolano cambian de nombre en la medida en que se suceden los tiranos.

Bajo el régimen despótico del socialismo del siglo XXI llaman “enchufados” a los que en otro tiempo se conocían como chupamedias. Y siempre resultan ser muchos porque existen los que contribuyen activamente para que el autócrata tome el poder y los que quieren y apoyan a las dictaduras. El ávido civil o el innoble militar que se degrada a sí mismo apoyando al caudillo de turno desnudan a la democracia para flagelarla a su antojo. El déspota  sonrió complacido cuando escuchó el ruego del fino poeta que al verlo le suplicó: ¡Ordene, comandante!

David Alizo (Valera, 1940-2008), en su Diccionario de asuntos griegos, refiere que en la antigua Grecia dos jóvenes, Harmodio y Aristógiton, decidieron asesinar a los tiranos Hipias e Hipaco, los hijos de Pisístrato. Lograron matar a Hipaco y pagaron con sus propias vidas. Harmodio fue despedazado por la guardia personal de los tiranos y Aristógiton murió torturado. Fueron los primeros tiranicidas.

Alizo cita a M. I. Finley, autor de Grecia primitiva, La edad de bronce y la era arcaica, editado por Eudeba en 1974, y Finley nos informa que en los años de la pera hicieron su aparición las verdaderas tiranías y explica que el factor común que las producía era la incapacidad de las aristocracias hereditarias de contener o resolver los crecientes conflictos que se producían dentro de sus filas o entre los plebeyos más adinerados o en la empobrecida clase campesina y también entre un Estado y otro.

Para satisfacción de muchos, en el año 510 a.C. se erigió un grupo escultórico en bronce en honor de Harmodio y de Aristógiton, pero sigue intacto un cartel que recompensa en 15 millones de dólares a quien entregue a la justicia a los delincuentes que abusan del poder en Venezuela.


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