La semana pasada, el terror me hirió con su zarpa oscura. De hecho, todos los sicarios tienen el mismo rostro informe, una mueca amasada de odio, de oscura irracionalidad y de ofensiva falta de alfabetización. Hace tiempo que dejé de interesarme por sus imbéciles motivaciones, sean éstas ideológicas, religiosas, cualquier género de patria o la simple y grosera pulsión de poder o de dinero. Aparte de un insecto de ocho patas con apariencia humana, hay que ser un perfecto idiota para segar una vida humana inocente apostado en una esquina tras una espera arácnida.

En cambio, me parecen dignos de análisis los que afirman que los terroristas interpretaron correctamente el significado de la Transición como un cambio lampedusiano en el que las élites dominantes consiguieron imponer su hegemonía financiera, económica y cultural mediante la añagaza de la Constitución de 1978.  Esta visión de aquel gran y generoso pacto civil que algunos no nos hemos privado de criticar por sus muchos errores técnicos y políticos revela una mala entraña despreciable en la medida que le da al innoble bruto de turno una justificación a posteriori para empuñar la pistola o cebar la bomba. Asimismo, no deja ser llamativo el jugo gástrico de escualo gigante que requiere compadrear con el brazo político de los asesinos de más de ochocientos españoles con el peregrino pretexto de que así, en tan edificante compañía, se puede presidir un gobierno progresista. Curioso progresismo éste que consiste en revolcarse en una zahúrda de sangriento fango pestilente.

Si algo se le puede reconocer a Pedro Sánchez es que ha logrado poner a España a la altura de su mínima estatura moral, que es la de un pigmeo ebrio de ambición sin mérito y corto de lecturas. Cuando su hechura experto en física arquimediana le preguntó en un debate en el que le disputaba la Secretaria General, para convertirse después en su mozo de botas, “Pedro, ¿tú sabes lo que es una nación?”, le podría haber interrogado por el mismo precio y análogo resultado “Pedro, ¿me puedes citar el nombre de algún presocrático?”.

Mientras yo me desangraba en el quirófano del Gregorio Marañón y un equipo de élite de la sanidad pública reunido con admirable urgencia luchaba con denuedo por salvarme la vida, el presidente progresista aliado y amigo de terroristas y prófugos sediciosos puso un tuit. Es conocido que mis relaciones con Aznar Feijóo no han sido idílicas, pero todavía hay clases. Ambos llamaron a mi familia para darles palabras reconfortantes y ponerse a su disposición. El holograma que habita La Moncloa puso un tuit. Esa es la España de Sánchez. Para delincuentes enemigos del orden constitucional, amnistía, parabienes y zalemas, para un leal servidor del Estado, veinte años en la Universidad, once en el Parlamento de Cataluña, cuatro en el Ayuntamiento de Barcelona, cuatro en el Senado y quince en el Parlamento Europeo, un tuit mientras agoniza tras sufrir un ataque terrorista. No se puede envilecer más un país.

En el Gregorio Marañón tienen un equipo excelente de psiquiatría y psicología clínica para casos de estrés postraumático. Dos de estos brillantes jóvenes me visitaron para ayudarme a manejar la terrible situación que había vivido. Estás tranquilamente regresando a casa y de repente suena una detonación y eres un cuerpo desmadejado del que la vida huye a borbotones tibios. Se interesaron por cómo estaba enfocando el espantoso acontecimiento del que había sido víctima. Mi respuesta les sorprendió. Les dije que una vez superada la primera etapa de pánico incontenible cuando crees que ha llegado el final durante el ululante viaje alucinatorio en ambulancia, surge incontenible el amor. Tengo tanto que agradecer durante estos días transcurridos entre el ominoso disparo y hoy que no sabría por dónde empezar. En primer lugar, el amor a su profesión de un grupo increíble perfectamente conjuntado, cirujanos, anestesistas, personal de enfermería, instrumentistas, auxiliares y celadores. En segundo lugar, los numerosos especialistas de la UCI, de los que no tengo una imagen nítida mientras iba y venía en la barca de Caronte perdido en una nebulosa a medio camino entre este mundo y el definitivo. En tercer lugar, mi familia, ese milagro de abnegación sin límites, donde todo se da y nada pide, mi mujer, mis hijos, sin separarse de mi lecho durante días interminables de ahogo y agobio difíciles de soportar sin su infatigable atención. Y esos ángeles terrestres, Mar y Luz, rehabilitadoras vocacionales de infinita paciencia que te trastean, te limpian, se esfuerzan para que regrese tu tono muscular, te aplican cremas y bálsamos para evitarte, en la medida de lo posible, el sufrimiento sin una queja, con entrega total. Y qué decir de Jaime, ese enfermero competentísimo, atento al más pequeño detalle, siempre dispuesto a aliviar tu angustia y tu ansiedad.

Yo sé que a mi querida Teresa Gimenez Barbat, a la que agradezco el cálido artículo que me dedicó, le encanta Steven Pinker y se sabe su libro La Tabla Rasa de memoria. Sin embargo, por muy optimista que sea el materialismo pinkeriano, es muy improbable que ese derroche de entrega sin límite sea un puro fruto de procesos neuronales, baile de hormonas y centelleo de sinapsis. Pinker niega la existencia de un alma y todo lo reduce a la materia organizada en la complejidad de la vida. Mi generación no se puede desprender de un ansia de trascendencia en la que el ser humano va más allá de la bioquímica. Por eso compartí con mis dos inteligentes interlocutores que, paradójicamente, de este descenso a los infiernos había emergido una radiante belleza. Cruzaron una mirada entre ellos y me contemplaron con un punto benévolo de cortés ironía. Son, efectivamente, otra generación.

Originalmente publicado en vozpopuli.com


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