Las ideologías no son más que un instrumento que organiza intereses o ideales políticos. Su existencia nos facilita la toma de decisiones pues aglutinan pensamientos que coinciden alrededor de ciertas propuestas que compartimos o rechazamos. La forma más antigua, pero aún vigente, de pensar sobre ideologías políticas es diferenciando entre izquierda, centro y derecha. Casi de manera cíclica, y dependiendo del desempeño en el poder de algún gobierno o de alguna crisis sistémica o global, los partidos alineados con una u otra de estas ideologías se alternan en el poder.

Repasando grosso modo la historia político-económica de América Latina podemos constatar que ningún extremo ideológico ha generado la suficiente estabilidad política, económica y social reclamada por nuestras sociedades. El modelo rentista y exportador no trajo consigo la suficiente diversidad para generar crecimiento sostenible; la industrialización basada en la sustitución de importaciones, adoptada para promover el crecimiento y consumo económico nacional, tampoco prosperó; los ajustes estructurales, en respuesta al endeudamiento de los ochenta, implementados por las instituciones Bretton Woods generaron aún más desigualdad estructural y pobreza, abriendo así el paso al «resurgimiento de la izquierda» a finales de los noventa.

Entre 1998 y 2010 fueron electos presidentes con propuestas de izquierda en Argentina, Bolivia, Brasil, Chile, Ecuador, Nicaragua, Uruguay y Venezuela. Aunque el contenido de las políticas públicas promovidas por estos presidentes varió ampliamente, resulta lógico pensar que el renacer de «la izquierda» refleja un patrón histórico en nuestras sociedades: la mayoría de estos países son profundamente desiguales y cuentan con una estructura socioeconómica en la cual menos de 5% de la población controla prácticamente todos los recursos, mientras gran parte –aún–  vive en la pobreza. Ahora bien, no toda izquierda es igual, ¿o sí?

Según Jorge Castañeda los gobiernos de izquierda de América Latina se dividen en dos grupos: por un lado, existe la izquierda «buena», que es reformista y democrática, y por el otro, la izquierda «mala» que es de tradición populista, nacionalista y autoritaria. Sin embargo, considero que no hay izquierda que se salve cuando se trata de la crisis venezolana.

La complicidad de la izquierda, buena o mala, con el régimen establecido por Chávez y continuado por Maduro, ha generado lentamente su muerte y con ello, su viabilidad como fuerza política. La única verdad es que líderes icónicos de izquierda, como Pepe Mujica o Lula da Silva, quienes en sus países tal vez si lograron promover cambios importantes, sacrificaron sus eslóganes de justicia social, inclusión e igualdad cuando se trataba de Venezuela y enterraron con ello la credibilidad del progresismo político.

Si bien es cierto que Mujica se retractó respecto a Maduro hace unos días, llamando al sistema venezolano una dictadura, cabe preguntar si lo hizo por convicción o por intereses domésticos. Recordemos que tan solo hace unos meses el líder uruguayo instó a la población venezolana a “no ponerse delante de la tanqueta” para no ser herido durante las protestas. Ejemplos como estos demuestran que la izquierda no duda en proteger a sus aliados aun cuando estos violan abiertamente los derechos humanos de sus ciudadanos. Y es ahí donde está el gran dilema de la izquierda internacional: acepta el trade-off entre ignorar prácticas autoritarias tan solo por retener el poder, traicionando así el potencial de generar cambios de una forma democrática.

Pero más allá, parte de la izquierda internacional, al sol de hoy, ignora la traición de Chávez y Maduro a los ideales progresistas. ¿Cómo puede callar Bernie Sanders ante el colapso del sistema de salud y educación en Venezuela, al mismo tiempo que propaga un sistema universal y gratuito en su país? ¿Por qué López Obrador añora un México libre de corrupción, pero a los venezolanos nos condena a aceptar el surgimiento de un Estado delincuente que se robó más de 350.000 millones de dólares a lo largo de las últimas dos décadas? ¿Por qué Evo Morales, siendo un referente de la legítima lucha indigenista y el respeto a la Pachamama, no rechaza los asesinatos de nuestros pemones o la salvaje explotación de los recursos naturales en Venezuela? ¿Cómo existe todavía silencio por parte de líderes cómo Jeremy Corbyn o Pablo Iglesias frente al hambre que padecen los venezolanos por culpa del régimen chavista?

Ningún extremo político, sea de izquierda o derecha, puede gobernar de manera sostenible a un país. Pero gracias a la falta de coherencia con sus propios principios, la izquierda ha contribuido al surgimiento de una derecha reaccionaria, que, de una manera muy inteligente, está ganando campo en todas partes del mundo. A pesar de sus posturas racistas, misóginas, antiinmigración, nacionalistas, militaristas, ultraconservadoras, líderes de la ultraderecha han llegado a la presidencia en países como Brasil o Estados Unidos, pero también han ganado espacios importantes en los parlamentos, como en el Reino Unido, España o Austria. Igualmente, en nuestra Venezuela, finalmente brotó aquella ultraderecha que, por mucho tiempo, solo existió en el imaginario oficialista.

Los números lo confirman: la izquierda mundial está en decadencia. Por apoyar a un régimen, que sin duda no es de izquierda sino de carácter criminal, líderes y partidos progresistas enterraron la superioridad moral que decían tener. Y ahora la verdadera tragedia de Venezuela consiste en que una gran parte de la población repudia todo aquello que «huela a social» y aplaude el odio que unos pocos promueven exitosamente. Si creemos en que la política es cíclica, veremos el surgimiento de una derecha pinochetista en nuestro país, que tal como el oficialismo perseguirá a sus opositores y creará más grietas. Hasta que surja un liderazgo estadista que priorice la sanación y el desarrollo de la nación, Venezuela estará condenada a reciclar sus problemas históricos: la pobreza, la exclusión y la redistribución.


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