«El sueño de la razón produce monstruos»

Goya

Para nadie es un secreto que lo que usualmente entendemos por «realidad» está constituido por un conjunto o serie de conjuntos de convenciones y estructuras socio-simbólicas e imaginarias conformadas por signos lingüísticos que a modo de nociones, conceptos y categorías operan como especies de preacuerdos sociales e individuales entre individuos y sujetos que coexisten en un determinado socius locus dentro de un determinado paradigma societario. Está por demás claro, debo apresurarme a acotar -clarísimo- que lo real se gesta y constituye aquende la empírea, es decir, dentro de los siempre imprecisos límites de una cierta lógica pragmática trascendental del lenguaje que a su vez nos funda y constituye como sujetos pertenecientes a una comunidad de hablantes. Dicho de otro modo, aquello que está allá y que tú puedes ver, oír, tocar, palpar y corroborar, es efectivamente real en virtud de la previa existencia de un cierto acuerdo consensuado que nos permite aceptar y asimilar como algo «real» y más aún algo «realmente constituido» empírica y subjetivamente aceptado por los sujetos interactuantes de una comunidad de hablantes.

Ciertamente, no es que el sueño y la realidad sean entidades contrastantes y antinómicas que se repelen y excluyen entre sí mutuamente; antes por el contrario, desde la más cerril noche de la historia, desde que el homo pitecantropus neardenthalensis se dispuso a pensar a la puerta de una caverna los sueños históricamente han tenido en sí mismos la peculiar particularidad de fundar y crear «realidad». Una singular realidad que termina siempre pluralizándose. Así como –mutatis mutandi– obra son amores, del mismo modo «sueños son realidades». Sin la latencia esperanzada de sueños la especie sapiens es un árbol seco incapaz de dar el más mínimo fruto. Dicho en lenguaje metafórico, la hipotética y utópica «tierra de promisión» que la humanidad siguiendo la progresión unilineal del decimonónico programa positivista y neopositivista colocó en un inexorable futuro de bienestar absoluto debió atravesar por valles y gólgotas y desiertos de sueños colectivos de autorredención de la condición humana. Si algo está claro en la especie humana es la radical certeza que postula: para encontrarse a sí mismo el hombre debe salír de sí, buscarse en otro semejante. Hoy, en este presente incierto y desconcertarse de la Francia de los incendios insurreccionales de las barricadas en plazas y barrios parisinos, a 55 años de la mítica revuelta juvenil y estudiantil del Mayo francés adquiere espeluznante vigencia la cándida y utópica consigna escritas con grafitis en las paredes y muros de las revueltas que estallaron en Nantèrre: «Pidamos lo imposible para obtener lo posible». Es obvio que los sueños rebeldes, heterodoxos, irreverentes y libertarios de aquel mayo del siglo XX vuelven hoy a la superficie de la inconformidad de los habitantes de esta triste y lamentable carroña cósmica que tenemos por deriva planetaria. Esto demuestra que mientras haya un solo ser humano capaz de abandonarse al sueño, de autotransterrarse y aventarse al exilio voluntario para reconstruir y volver a edificar su rota patria íntima y personal aquí abajo en la tierra en cualquier topos terregnum que él libérrimamenmte elija sin interferencia de dioses, amos o estados.


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