Para Diógenes y Ninoska

Veo pasar los días. Lo he hecho durante toda mi vida y son incontables las veces que los he visto cruzar en mi camino si consideramos que han pasado noventa años desde el momento en que el Sol se asomó por primera vez en la ventana de mi cuarto. Hubo y siguen habiendo tiempos en los que para él y para mí ha sido tarea amarga y pesada vernos en la ventana, tiempos perversos en los que yo anhelaba abrazar el amanecer del Sol que me visitaba porque era mi amigo. Pero, contrariamente, el que asomaba era otro, áspero y agresivo que sostenía un fusil en la mano, vestía uniforme militar y vociferaba confusas palabras que aludían a un «nuevo ideal nacional». Un día, sin embargo, un Sol que tampoco era el mío se mostró amable y solidario (¡o por lo menos ocultaba las armas!). Unas veces aparecía agitando una bandera blanca y mostrando un libro de Rómulo Gallegos mientras daba chupadas a una pipa; en otras, saludaba desde la ventana con una pañoleta verde en los hombros y un rosario entre los dedos de la mano pasando una a una la sarta de cuentas que de diez en diez y una cruz lo obligaban a rezar padres nuestros y avemarías y recorrer misterios gozosos o dolorosos.

Pero aquel Sol afectuoso y amigo que iluminaba las habitaciones de mi vida venezolana ya no se asoma. Quedó perdido en la memoria de un tiempo que me parece imaginario. El Sol en la hora actual bolivariana dejó de ser para convertirse en una rara niebla grisácea cargada de presagios que castigan y envenenan mi vida porque me aturden, me humillan, me acusan de fascista y traidor a la patria; me excluyen todo el tiempo; atentan contra mi dignidad y mi honor y desde la prepotencia de una usurpada autoridad torturan físicamente a otros venezolanos, civiles o militares, sin sentir vergüenza alguna de ser sucios eslabones del narcotráfico.

Fue Plotino (204-270) quien dijo que el ojo no podía ver el Sol si no fuese en cierto modo un Sol. Yo voy mas lejos: yo soy mi propio Sol y quiero seguir siéndolo. Frente a un régimen político autoritario o dictatorial soy el Sol y defenderé en todo momento mi derecho a disentir. Todo me importa, pero mi mayor anhelo es abrazarme a la libertad. A mis 90 años, quiero mantener mi calor y mi energía y deseo firmemente que el país, a su vez, me ilumine y me transmita sus afectos y valentías. Sé que las plazas están desiertas y todo tiende a volverse gris y sombra. Que las geografías, la física y la humana han languidecido y bajado los brazos derrotadas, extenuadas, desamparadas y sin abrigo. Ciudades que respiran con dolorosa dificultad y apenas se mantienen en pie, sobreviven; que pareciera que también las montañas han perdido vigor y altivez y el país se ve enflaquecido porque se alimenta mal, rebusca en las basuras, vende las bolsas para ganar algún dinero de miseria y se amarga en una diáspora desacostumbrada y observa con estupor que los mandatarios chavistas, los políticos y enchufados sin conciencia nunca reconocen su estruendoso fracaso. Pero sigo esperando que mi amigo el Sol venga un día a visitarme y a asegurarme que buscará la manera de permanecer a mi lado para alumbrar y rescatar al país de la larga noche que lo ahuyentó.

Ese día la niebla gris que durante los escalofriantes años bolivarianos ha impedido vernos se desvanecerá y podremos ver y recuperar nuevamente no solo el perfil y la majestuosidad del país que creíamos perdido, el encanto de sus ciudades, el bullicio de sus calles y las copas de los árboles, sino la dignidad y belleza de nuestro propio desamparo.

Yo era niño y alguien me preguntó, desconsideradamente porque hay cosas que no se preguntan, si creía en Dios. En ese tiempo era monaguillo en la iglesia de San Juan frente a la plaza de Capuchinos, con la estatua de Andrés Bello en un ángulo de la plaza, sentado en una académica butaca de bronce, severo y gramático, pero cagado por las palomas. Recitaba el Padrenuestro en latín, sabía de memoria y cantaba la Misa de Angelis y furtivamente bebía tragos del barato vino de consagrar que el padre Alejandro Fernández Feo, (que llegó a ser tercer obispo de la Diócesis de San Cristóbal) guardaba en la sacristía. Y sin embargo, respondí de inmediato que adoraba al Sol porque desde niño me apasionan las portentosas adoraciones de la antigüedad. No adoro a uno sino a varios dioses y venero a diosas humanas y celestiales y así como adoro al Sol, también adoro a la Luna porque en ella viven las almas de Liliam y de Felicia Margarita, mis dos hermanas muertas.

Le conté la pequeña y personalísima historia de mi adoración al Sol a mi amigo Rafael Baquedano, culto jesuita irrepetible, y me dijo que había respondido acertadamente porque el Sol es una energía que al igual que la fe nos hace vivir y pone a brillar el color verde de la naturaleza, que es mi diosa más venerada.

Por eso tengo la certeza de que el Sol que adoro desde niño, porque es la fe, volverá a mostrarse en la ventana de mi cuarto e iluminará a todo un país que también cree y tiene fe en Él.


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