En sentido estricto el título debería ser en plural porque dioses, como grandes y pequeñas religiones, hay muchos y muchas por doquier; la competencia es fuerte por ser el señor del Universo. Pero limitémonos a la religión católica que es la que más nos concierne, parece, en cuanto venezolanos. Pues a mí me sorprende su papel muy nimio en este magno desastre planetario que es el coronavirus. Me viene siempre a la cabeza la figura del Papa íngrimo y solo en la plaza de San Pedro en fechas solemnes. Y en general no hay mayores manifestaciones –ritos telemáticos o campañas de rezos, por ejemplo- para ahuyentar los diabólicos microorganismos. Incluso ni los más inteligentes opinadores clericales nuestros, jesuitas mayormente, se han referido mucho a ello. Cosa curiosa porque en la historia en momentos monstruosos semejantes la iglesia fue voz cantante y la mirada de la gente se dirigía al templo para suplicar que cesara la epidemia que mataba a padres e hijos.

Que sepa solo grupos evangélicos cercanos a Bolsonaro, y Bolsonaro mismo, han acudido al expediente del castigo de Dios por los pecados del mundo y al exorcismo. Yo al respecto pienso que como el fenómeno es planetario, amenaza a la totalidad de la especie, y no a un grupo determinado, es muy problemático incluir a la divinidad en semejante acontecimiento porque no toda la humanidad, el zenit de su creación, puede ser merecedora de tal flagelo, so pena de haberla elaborado muy mal,  diría Epicuro, entre miles de voces  y miles de años (El que esto escribe es ateo, por eso se ve obligado a decir que siente especial respeto y afecto por el papa Francisco y admiración por la impecable posición de la Iglesia venezolana, por su firmeza y tino, contra la dictadura villana, mucho más satánica y destructora que cualquier virus. Al pan pan y al vino vino).

El ahora famoso filósofo italiano Giorgio Agambem lo ha visto con claridad: “Es como si la necesidad religiosa, que la Iglesia ya no es capaz de satisfacer, buscara otro lugar en el que consistir y la encontrara en lo que de hecho se ha convertido en la religión de nuestro tiempo: la ciencia”. Parece obvio que las mayorías  están más atentas a la vacuna de Oxford o de China que a la intervención de nuestro José Gregorio   o, caso más heterodoxo, de Maria Lionza. Pero, continúa  Agamben, como toda religión, esta ha generado muchas contradicciones, desde quitarle importancia a la pandemia hasta considerarla un verdadero apocalipsis.  lo que dificulta y reduce  la nueva devoción: “Uno diría, continúa, que los hombres ya no creen en nada, excepto en la desnuda existencia biológica  que debe salvarse a toda costa. Pero solo una tiranía puede fundarse en el miedo a  perder la vida, sólo el monstruoso Leviatán con su espada desenvainada”.

Yo creo muy discutible esa  conclusión bastante nihilista y que implica sus presupuestos metafísicos.  Yo tiendo a creer que el postvirus no va a implantar una nueva modalidad vital, al menos por sí solo. Ojalá implantara políticas sanitarias y alimenticias más igualitarias y humanas, planetarias, después de darse cuenta que los muertos, millones y millones, van a tener una correspondencia casi exacta con las cuentas bancarias de sus países y sus bolsillos. La madre naturaleza, además, nos augura un cambio climático muy iracundo y nunca dejará de sorprendernos con sus desmanes inesperados, terremotos y contagios crueles. Esa igualdad en los derechos a la vida como siempre será producto de conflictos que ojalá el miedo y el enclaustramiento vividos, y los altos costos en dolor y muerte, lo hagan menos feroces, más sensatos.

En tal sentido, y para volver a esta tierra, ojalá y pudiese servir para que terminemos de entender que es imposible que un país como el nuestro sea manejado por una manada de ineptos y corruptos y no sucumbir o podrirse ante toda adversidad. Y ojalá ese miedo y esa incertidumbre vividos nos sirvan de motores para la decidida acción humanitaria.


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