La economía tiene un problema intratable con las mujeres. Las estudiantes de secundaria la evitan. Las universitarias la abandonan. Y es más profundo que la dificultad de atraer a suficientes mujeres a áreas como la matemática, la ciencia y la ingeniería. Incluso aquellas que llegaron a la cima de la disciplina, como Christine Lagarde, presidenta del Banco Central Europeo, consideran que los economistas son una «camarilla tribal» con modelos defectuosos.

Una de las razones del rechazo femenino a este campo de estudios es el hecho de que gira en torno de un cerdo machista que se presenta como la encarnación de la racionalidad económica. Incontables modelos económicos para una variedad de temas que van de la demanda de patatas a los efectos del tipo de interés sobre la inflación y la inversión se basan en el supuesto del Homo economicus: un ficticio simplón hiperracional similar a un Robinson Crusoe que siempre consigue lo que quiere y quiere lo que consigue (entre todas las alternativas viables).

Ninguna mujer sensata puesta frente a este modelo se reconocerá en la descripción de las personas racionales como robots algorítmicos, siempre dispuestos a destruir el planeta a cambio de una ínfima ganancia privada neta, siempre incapaces de hacer lo correcto porque es lo correcto. Y a los varones conscientes también les desagrada este Homo economicus, de modo que sólo los más insensibles adoptan a ese «hombre» como arquetipo del comportamiento racional.

Igual de repelente para las mujeres es la idea de justicia que tiene la disciplina. Para mostrarse objetivos e imparciales cuando María pide un cambio que perjudicará a Pedro, los economistas adoptaron el consejo de su colega italiano Vilfredo Pareto (simpatizante de Mussolini): una economía «científica» sólo debe recomendar políticas que beneficien al menos a una persona sin perjudicar a ninguna. En un mundo patriarcal, donde la mayor parte de los activos están en manos masculinas, la «eficiencia de Pareto» es una defensa acérrima del statu quo sexista.

Y no acaba allí la cosa. Imaginemos cuatro personas o grupos (A, B, C, D) y tres posibles decisiones colectivas (X, Y, Z) que los afectan. Por ejemplo, supongamos que los cuatro (A, B, C, D) son amigos que una semana atrás acordaron que esta noche irán al teatro (X) en vez de ir al cine (Y) o a un restorán (Z). Digamos que sus preferencias son las siguientes:

– A prefiere ir al cine más que al teatro, y al teatro más que al restorán (A: Y>X>Z)

– B prefiere una buena cena al cine, y el cine al teatro (B: Z>Y>X)

– C no tiene preferencia entre el teatro y el cine, pero prefiere cualquiera de los dos al restorán (C: X=Y>Z)

– D elegiría ir a cenar, pero si no es posible prefiere el cine al teatro (D: Z>Y>X).

La pregunta es: ¿deberían cambiar de opinión y en vez de ir al teatro (como planearon en un principio) ir al cine, o tal vez a cenar? La economía tiene una respuesta clara. Si cambian el teatro (X) por el restorán (Z), dos de ellos (A y C) estarán peor que antes, lo que violará el principio de Pareto. Pero si cambian el teatro (X) por el cine (Y), nadie tendrá motivos de queja y tres de ellos (A, B y D) estarán mejor que antes. De modo que los economistas dirán que la decisión justa y racional es descartar el teatro y optar por ir al cine.

Parece lógico. Pero un análisis más cuidadoso revela la insensibilidad de toda la idea. Obsérvese que la recomendación de pasar del teatro (X) al cine (Y) depende solamente de los ordenamientos de preferencias. Ni la identidad de las personas (A, B, C, D) ni los motivos de sus preferencias (X, Y, Z) influyen en el veredicto. Para comprender por qué es escandaloso, pensemos en una historia totalmente diferente que produce los mismos ordenamientos de preferencias.

Un bandido sádico (A) conduce a su pandilla a una aldea, donde rodean a los habitantes (D) con la idea de matarlos (opción X). En ese momento, usted (B) está de paseo por la zona y llega a la aldea justo a tiempo para presenciar la horrible escena. En tanto, un equipo de filmación (C) está oculto tras unos arbustos y registra todo lo que sucede. El bandido le da la bienvenida con brazos abiertos y amenazantes y le hace una propuesta: «Si usted toma mi arma y mata a uno de los aldeanos, elegido al azar, perdonaré la vida al resto (opción Y). Si no lo hace, mataré a todos (opción X)».

Es de suponer que las preferencias de los cuatro participantes (A, B, C, D) respecto de las opciones X, Y, Z son exactamente como en el caso de los cuatro amigos que planifican una salida: el bandido (A) está muy interesado en que usted sea su cómplice (prefiere la opción Y a la opción X), pero ni se le cruza por la cabeza la opción Z (que nadie muera). Los aldeanos (D) imploran que usted haga lo que dice el bandido (para que sea Y en vez de X). Y al equipo de filmación (C) le da lo mismo lo que suceda, mientras haya al menos un asesinato para registrar (X o Y).

Así pues, ¿qué haría usted si en sus preferencias la peor opción es que ningún aldeano sobreviva? (B: Z>Y>X) He aquí una decisión difícil por definición: un conflicto entre el rechazo ético a matar a un inocente y el deseo de salvar vidas.

Pero para los economistas es una decisión fácil. Estructuralmente incapaces de diferenciar entre esta cruel alternativa y el caso de cuatro amigos que debaten a dónde ir esta noche, la economía le dirá que usted debe tomar el arma del bandido y matar a un aldeano (pasar de X a Y; lo mismo da que Y sea salir al cine o un asesinato).

No hay aquí ningún margen para reconocer que hay opciones que están mal (cualquiera sea el cálculo usado para la toma de decisiones) y que no pueden reducirse a una mera satisfacción de preferencias. ¿Es tan extraño entonces que las mujeres, que en las sociedades patriarcales están más conectadas con el contexto y con los motivos no cuantificables de la acción, desdeñen la economía?

Y esto no se reduce a que los economistas tengan envidia de la física, a la escasez de modelos de rol femeninos en la profesión o a que los seminarios estén dominados por matones testosterónicos que alejan a las mujeres del campo. Para convertirse en la «reina de las ciencias sociales», la economía puso en el centro de sus modelos y de su metodología a un idiota racional machista. Ya que pedir a los economistas que abandonen el modelo que les aportó una enorme influencia es como pedir a una tribu que repudie el falso credo que la hizo dominante, ¿por qué querrían las mujeres entrar a un campo cuyo sexismo filosófico las prepara en la práctica para ser el aldeano elegido al azar?

Traducción: Esteban Flamini

Yanis Varoufakis, ex ministro de finanzas de Grecia, es líder del partido MeRA25 y profesor de Economía en la Universidad de Atenas.

Copyright: Project Syndicate, 2024.

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