La Ciudad de México se vio obligada a tomar una decisión desgarradora. Por un lado, el nivel de contagios, de hospitalizaciones y de fallecimientos se acercó peligrosamente a los picos de abril o mayo, tal vez incluso rebasándolos. Había que hacer algo. Por el otro, cerrar todo de nuevo (semáforo rojo), en esta temporada, será devastador para la economía del Valle de México. La primera vez que se cerró todo, la gente pudo recurrir a ahorros, vender algo, cancelar proyectos. Esta vez, no.

El riesgo no es menor. El Fondo Monetario Internacional ha estudiado casos de disrupciones provocadas por pandemias en 133 países entre 2001 y 2018. Encontró que suelen producirse brotes de inestabilidad social catorce meses después del inicio de la enfermedad, y entre más desigual es cada sociedad, mayor la inestabilidad.

La solución a esta alternativa del diablo, sin embargo, parecería obvia, a la luz de la experiencia de otros países. Lo lógico estribaría en cerrar la economía otra vez, hasta que los números desciendan o las vacunas lleguen (quizás las traigan los médicos cubanos de Navidad), e invertir una gran cantidad de dinero en apoyo a las personas, a través de mecanismos ya utilizados en otros países. Uno puede ser la entrega de un cheque grande a cada mexicano adulto, como en Estados Unidos. Otro reside en mantener el salario de los empleados, obreros, etc, mediante un subsidio gubernamental, a la europea. Otro más consiste en el esquema brasileño: un ingreso básico masivo para la gente de menores ingresos, de duración limitada, de monto reducido pero significativo, y que no reviente las finanzas públicas (hasta donde sea posible).

La revista The Economist explica con gran detalle esta semana el esquema de Brasil. El Congreso brasileño, junto con el gobierno de ultraderecha de Bolsonaro, pusieron en práctica un programa llamado auxílio emergencial para 68 millones de personas, casi la tercera parte de la población. Se le entregaron 600 reais (110 dólares) mensuales a esa población durante 6 meses; luego la suma se redujo a la mitad, pero se extendió la entrega hasta final de año. Junto con otros gastos especiales, el apoyo fiscal de Brasil alcanzó ocho puntos del PIB, entre los más altos del G-20, y el doble de la mayoría de las economías emergentes.

La pobreza extrema disminuyó en Brasil estos meses, y el mecanismo impidió la caída en la pobreza de quince millones de personas. El coeficiente Gini, que mide la desigualdad, mejoró, bajando de 0.55 a 0.49, un cambio importante. La contracción económica para todo el año será de menos de 5%, la mitad de la caída mexicana.

El problema es que al concluir el esquema el 31 de diciembre, el gobierno no tiene más que tres soluciones, según The Economist. O bien reduce los apoyos a los niveles de antes de la pandemia, en una situación aún de desempleo y de caída dramática del ingreso. Esto podría provocar varios tipos de inestabilidad. O bien rompe el techo constitucional de gasto público, incluso si reduce los estipendios paulatinamente, incurriendo en el riesgo de incrementar el déficit, la deuda pública y de sufrir en su calificación crediticia. O bien pone en práctica una serie de reformas fiscales, reduciendo el gasto en otros rubros, algo difícil en plena recesión. Puede haber también una combinación de las tres opciones.

El hecho es que un gobierno de derecha aplicó un programa de desembolso verdadero a la gente, y le salió bien. Enfrenta las consecuencias de su éxito. En México hoy enfrentamos las de nuestro fracaso. Cerrar la economía del Valle de México (y quien sabe de cuántos estados más) sin un programa fiscal robusto de apoyo a la gente y a las pequeñas empresas, es criminal. Teniendo acceso incondicional a las líneas de crédito gigantescas del FMI, es aberrante.  Para cualquier gobierno, y sobre todo para uno que se presume de izquierda.

 


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