Desde su llegada al poder, este régimen ha ido recortando progresivamente nuestras libertades en general, y nuestra libertad de expresión en particular. Mientras entraba en vigor la ley de responsabilidad social en la radio y la televisión, desde el TSJ, con “la doctrina Cabrera”, se comenzó a vaciar de contenido la garantía constitucional de la libertad de expresión. Lo primero fue cerrar Radio Caracas Televisión y decenas de radioemisoras que no se prestaron para hacer un periodismo irresponsable. A partir de allí, se reprimió la protesta pacífica, se encarceló a estudiantes y dirigentes políticos opositores, y se empujó al exilio a quienes se negaron a guardar silencio ante la arremetida de la corrupción y el narcotráfico. En su afán por tener el “monopolio comunicacional”, poco a poco, se fueron comprando medios de comunicación independientes, como Globovisión o El Universal, o se utilizaron vías indirectas para censurar y amedrentar a quienes no compartieran el proyecto político chavista. Pero no todos se doblegaron; El Nacional siguió resistiendo, debiendo convertirse en un medio digital. Ahora, en otra manifestación del ejercicio arbitrario del poder público, valiéndose de los tribunales, se ha determinado que El Nacional debe pagar a Diosdado Cabello una indemnización de más de 13 millones de dólares, por concepto de “daño moral”.

No me voy a detener en las irregularidades procesales de la reciente sentencia de la Sala de Casación Civil del TSJ, que se avocó al conocimiento de un asunto ya decidido, excediéndose en sus atribuciones, y revisando el monto de una condena por daño moral. Tampoco me referiré a la suspicacia que genera una sentencia que condena a pagar una indemnización por la existencia de un daño que nunca fue probado, al monto exorbitante de la indemnización acordada, ni a la propia jurisprudencia del tribunal sentenciador, desestimando que el daño moral pueda ser indexado. En estas mismas páginas, todos esos aspectos ya han sido magistralmente abordados por el profesor Ramón Escovar León, a cuyos comentarios me remito. Tampoco me voy a referir a la circunstancia de que, en este caso -como en todos los que conciernen al régimen-, el TSJ haya actuado como el bufete de abogados de una de las partes en la controversia, más que como el tribunal independiente e imparcial que se supone que debería ser. Pero sí quiero referirme a las connotaciones que tiene esta sentencia respecto del ejercicio de la libertad de expresión y de la vigencia de nuestras garantías constitucionales, si es que éstas todavía sirven de algo.

Habrá que recordar los hechos que generaron el supuesto “daño moral” del señor Cabello. Fue un capitán del ejército venezolano, de nombre Leamsy Salazar, quien había estado a cargo de la seguridad de Diosdado Cabello, y quien, luego de abandonar su cargo y pedir refugio en Estados Unidos, acusó a su antiguo jefe de estar involucrado en el narcotráfico. Esas declaraciones dieron origen a sendos reportajes de The Wall Street Journal y del periódico español ABC, en los que se indicaba que la Fiscalía Federal de los Estados Unidos preparaba una acusación formal en contra de Cabello. En Venezuela, Tal Cual, La Patilla y El Nacional, se hicieron eco de esa información y la reprodujeron fielmente, por ser de interés público, puesto que -en ese momento- Diosdado Cabello era la segunda figura más relevante del régimen, como presidente de la Asamblea Nacional y vicepresidente del PSUV, y puesto que dicha información reflejaba la percepción que, en ese momento, se tenía de Venezuela en el exterior. El simple hecho de que una acusación de narcotráfico -esa lacra que está destruyendo la mente y el alma de nuestros jóvenes- apuntara a las entrañas de quienes ejercen el poder en Venezuela, era un asunto del mayor interés público, del que los venezolanos tenían derecho a estar informados.

Sin mencionar la subordinación de los tribunales venezolanos a los deseos del demandante, una demanda civil, dirigida en contra de quien no es el autor de dicha información, por un monto exorbitante, es, por sí sola, una forma de censura, dirigida a silenciar el debate político. Esa demanda, acogida en la sentencia dictada por los tribunales venezolanos e indexada en la decisión de la Sala de Casación Civil del TSJ, superando los 13 millones de dólares, está diseñada para amedrentar e intimidar a quienes pretendan hacer ejercicio de su libertad de expresión y comentar el comportamiento de quienes tienen las riendas del poder. Por esa vía, se intenta desnaturalizar la libertad de expresión, vaciándola del núcleo de su contenido, y privándola de su función contralora en una sociedad democrática.

En nuestro sistema constitucional, la libertad de expresión ocupa un lugar demasiado importante como para sacrificarla en aras de la reputación de quien pueda ser mencionado como implicado en algún delito. Si había, en esos reportajes, alguna información inexacta o agraviante, de acuerdo con la Constitución, quien se sintiera agraviado podía ejercer su derecho a réplica o rectificación, como en efecto se le ofreció. En democracia, así es como se mantiene un adecuado equilibrio entre la libertad de información y la protección de la reputación de las personas, particularmente si éstas son personajes públicos. Sin embargo, aunque se trataba de la reproducción fiel de información proporcionada por terceros, el señor Cabello optó por demandar civilmente a Tal Cual, La Patilla y El Nacional, y civil y penalmente a los dueños y directivos de los medios de información antes referidos. Curiosamente, no ha habido acciones judiciales similares en contra de las fuentes originales de dicha información: Leamsy Salazar, The Wall Street Journal, el ABC, o los periodistas Emili Blasco, Kejal Vyas y Juan Forero, autores del reportaje original. ¿Será porque, en tribunales independientes, hubieran tenido que entrar a discutir los hechos?

La libertad de expresión es el oxígeno de la democracia; la una no se concibe sin la otra. Por eso, la libertad de expresión es siempre la primera víctima bajo los regímenes tiránicos. La libertad de expresión es un elemento vital del liberalismo, entendido éste en su sentido más genuino, como la defensa de las libertades individuales y no como la defensa del libre mercado. En teoría, el socialismo no es necesariamente incompatible con la libertad, pero tiene de ésta una concepción diferente, marcada por la supremacía de la sociedad sobre el individuo. Sin embargo, incluso en socialismo, por más sobrevaluado que pueda estar el ego o el sentimiento del honor de algún ciudadano, éste nunca puede prevalecer sobre el derecho de la sociedad a estar bien informada sobre asuntos de interés público.

Por su improcedencia, por su falta de fundamentos, o por su absoluta desproporción con el sueldo de un funcionario, un médico o un profesor universitario (ni que decir con la indemnización por daño moral pagada a los familiares de cualquiera de los estudiantes asesinados en manifestaciones públicas pacíficas), esa sentencia puede considerarse un atraco a los propietarios de El Nacional. Pero, lo que está planteado no es, simplemente, la confiscación de las instalaciones, máquinas rotativas, y equipos de El Nacional. No nos equivoquemos. El propósito de esta sentencia grotesca no es confiscar un medio de comunicación social. Con ella, lo que se está confiscando es el derecho de todos a estar bien informados. Esta sentencia es un asalto a nuestras propias libertades, un saqueo a las garantías previstas en la Constitución, y la demostración más palpable de que, en Venezuela, vivimos en el reino de la arbitrariedad y la barbarie.


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