En la biografía que escribe George Weigel sobre Juan Pablo II se lee lo mucho que influyó este santo en la vida de Polonia desde antes de ser Papa y mientras lo fue. El autor dice que “los frutos de la peregrinación papal” de 1979 “fueron una nueva autoestima, una nueva experiencia de dignidad personal y la firme decisión de no dejarse intimidar más por el «poder»”. Y esto, “tanto para los creyentes como para los no creyentes”. Weigel refiere que, “si, como defiende el historiador Norman Davies, «la esencia de la experiencia polaca moderna (pre-Solidarnosc) es la humillación», fue Juan Pablo II quien libró a sus compatriotas de ese peso. Con ello posibilitó un movimiento de autodefensa social con base amplia y no violento”.

Se lee que el punto clave fue “el compromiso con la conciencia”. Esto es lo que explica el carácter pacífico del movimiento Solidaridad. Se trataba de ser mejores; de procurar hacer el bien y evitar el mal; de obrar acorde a esas “brújulas morales personales” que orientan a los hombres que quieren estar atentos a los movimientos de su corazón. San Juan Pablo II, “el Papa de los derechos humanos”, como refiere Weigel en un capítulo, vio que este era el punto en el que podían encontrarse todos los hombres de buena voluntad, fuesen creyentes o no, pues “donde el mundo del hombre se mostraba más humano era en el reino de la conciencia”. Escuchar esta voz que nos habla en lo más íntimo ayuda a que los valores del espíritu reinen en las sociedades.

El Concilio Vaticano II reafirma esto cuando dice que “la conciencia es el núcleo más secreto y el sagrario del hombre, en el que este se siente a solas con Dios, cuya voz resuena en el recinto más íntimo de aquella. Es la conciencia la que de modo admirable da a conocer esa ley, cuyo cumplimiento consiste en el amor de Dios y del prójimo” (GS, 16).

Esto no se opone al hecho de que este Papa viese también a Polonia como Cristo desgarrado, que sufría por todos los hombres a los que salvó amándolos “hasta el fin” (Jn 13, 1). No hay oposición entre la defensa de la dignidad humana y el amor (y el perdón), entre la fe y la razón, entre la naturaleza y la gracia, entre la justicia y la misericordia, entre el mundo y Dios. Así como Juan Pablo II maduró su vocación al sacerdocio en medio de las difíciles circunstancias de su vida y de su pueblo, así también maduraron en él los modos de enfrentar los regímenes e ideologías que conoció bien y con los que debió seguir lidiando como Papa. Su misión era llegar a todos los hombres, según fuesen sus circunstancias y necesidades, como lo hizo san Pablo (Cfr. Cor 9, 19-23).

Todos los creyentes nos encontramos en la fe en el único Dios; y los que creemos en Jesús, en su Persona. Los católicos, en concreto, en Su Iglesia. Pero todos los hombres de buena voluntad, como refiere Weigel, sean creyentes o no, nos encontramos en “el derecho a la libertad de pensamiento, de conciencia y de religión, y el derecho a manifestar la propia religión de manera individual o comunitaria, en público o en privado”. San Juan Pablo II veía que “la paz era el fruto de un compromiso moral con la libertad humana, plasmado, nacional e internacionalmente, en estructuras políticas justas. No podía separarse la paz de los derechos humanos”. Por eso este Papa consideraba que la ayuda “de la Iglesia a la paz consistía en defender y fomentar sin descanso los derechos humanos, con la libertad religiosa como eje”.

Esto, como dije, no empaña o contradice el mensaje de la buena nueva, pues el hombre es una unidad y la libertad, ganada para todos por Cristo en la Cruz, nos hace llamar “¡Abbá, Padre!” a Dios, porque ya no somos esclavos sino hijos (Cfr. Gal 4, 1-10). Se trata de “la libertad de los hijos de Dios” de la que tanto hablaba san Josemaría cuando ahondaba en el misterio de la filiación divina; libertad que está asociada a la cruz, pues de ella brota la vida en la gracia.

El amor desea el bien para el prójimo y en el país necesitamos acercarnos unos a otros. Ambas realidades, amor y defensa de los derechos humanos, van de la mano, porque la paz amerita del respeto a la libertad. La opresión dificulta, impide, el desarrollo pacífico de muchas vidas y el amor está aquí implicado, pues no se ama bien si hay coacción.

Todo hombre de buena voluntad, y en el país hay muchos, puede esmerarse en ser para el otro lo que nos gustaría que fuesen los demás para nosotros.

Una verdadera reconciliación supone el respeto de cada uno por el otro y un compromiso real, de las partes, por el entendimiento mutuo: por la paz. Lo deseable es que los que están dispuestos a una apertura sincera, se encuentren.

No podemos volver a nacer físicamente, pero sí podemos renacer en el espíritu todos los días.


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