La investigación psicológica ha logrado demostrar que, a diferencia de lo que algunos pudieran pensar, los humanos no reaccionamos ante nuestro entorno de manera “objetiva”, “neutral”, sino que nuestro comportamiento está fuertemente influenciado por la percepción –de hecho subjetiva– de las situaciones que enfrentamos, y por el significado e interpretación que le damos a tales situaciones y eventos.

Esta percepción de lo que sucede a nuestro alrededor, por tanto, suele estar plagada de sesgos, errores y distorsiones, porque las personas responden, más que a su realidad objetiva, al sentido que le dan a su entorno y a la interpretación que hacen de él.

Uno de estos sesgos es lo que el sociólogo Robert Merton acuñó como “la profecía autocumplida”, o más propiamente, “la profecía que se autorrealiza”. Para Morton, “la profecía que se autorrealiza es, al principio, una definición «falsa» de la situación, que despierta un nuevo comportamiento que hace que la falsa concepción original de la situación se vuelva «verdadera». En este sentido, la profecía autocumplida es un sesgo en nuestra percepción por el cual nos anticipamos a los eventos antes que ocurran, los damos de una vez por ciertos, y reaccionamos antes ellos como si en verdad fueran así. El problema es que, al reaccionar de esta manera, lo que hacemos en la práctica con nuestra conducta o con nuestra inacción es aumentar las probabilidades que los hechos por venir terminen pareciéndose a lo que estamos en realidad sólo anticipando. Además, este prejuicio cognitivo, al colocarnos artificialmente en un escenario psicológico en el cual ya creemos saber lo que va a pasar, suele conducir a situaciones de indefensión aprendida y sentimientos de vulnerabilidad e incontrolabilidad de nuestro entorno.

Todo lo anterior viene a consideración al analizar algunas opiniones públicas recientes sobre la realidad venezolana. En ellas se empieza a observar el muy peligroso ascenso del porcentaje de personas que, al opinar sobre lo que creen que ocurrirá en Venezuela en el futuro, afirman simplemente que “aquí no pasará nada”.

Para algunos, esto puede ser meramente una opinión. Sin embargo, el hecho cierto es que este tipo de creencias predictivas se convierten, al darlas por ciertas, en reforzadores de tal “profecía”. Las personas entran así en un círculo vicioso autorreforzante: si creo que no va a pasar nada, pues nada entonces voy a hacer. De generalizarse esta creencia, estaremos dando inicio a un proceso de resignación masiva que es el sueño dorado de todo régimen explotador: que la gente deje de oponerse y de luchar, porque se convencieron de que no vale la pena.

La realidad objetiva indica que todavía estamos lejos de ese peligro. Todos los días se registran en el país manifestaciones de indignación y protesta, especialmente en los sectores populares, ante la inexistencia de los servicios públicos, la ineficiencia del Estado y la acción de las fuerzas represivas, aunque mucha gente no se entere de ellas dado el control comunicacional del gobierno y la censura contra cualquier información de la realidad que considere inconveniente. Estas manifestaciones de legítima molestia, junto con el mayoritario porcentaje de la población que señala al gobierno como responsable de la tragedia nacional, permite suponer que tal escenario de resignación e inacción masiva no parece probable, al menos en el corto plazo.

Sin embargo, el riesgo siempre está latente, y hay que alertar sobre él para atajarlo antes que siga creciendo. Pocas cosas generan tanta desesperanza en una población y terminan alimentando a la oligarquía gobernante como la creencia de que nada va a pasar. Ello explica la importancia que el gobierno asigna a la estrategia de generar constantemente entre la población la creencia que la desdicha llegó para quedarse, y que nada de lo que se haga va a impedirlo.

Pero no se trata sólo de alertar sobre estos riesgos perceptuales, dado su efecto desmoralizador y paralizante. Una tarea crucial de nuestra dirigencia social y política en todos sus niveles y desde todas sus particularidades, es seguir pensando, discutiendo y diseñando mecanismos para acompañar a la gente, para ayudarle a que sufra menos, para  compadecerse con sus dificultades, para canalizar la indignación popular de forma tal que se transforme en mecanismos eficaces de transformación política, y así alimentar efectivamente la percepción y convicción que el cambio de rumbo del país no sólo es posible sino viable.

Es crucial combatir el peligro de que el agravamiento progresivo de las condiciones de vida de las mayorías nos haga pensar erróneamente que no hay solución posible. No podemos permitir que los venezolanos terminen cayendo en la trampa de pensar que dadas las inmensas e intencionales dificultades que se siguen presentando para que se exprese democráticamente la voluntad de la población, la solución pacífica, electoral y democrática a la actual tragedia pueda no ser posible. Por supuesto que es posible, pero su factibilidad no es un asunto de deseo o de sentase a esperar que ocurra, sino de presionar y trabajar todos para lograrlo.

Al referirse a las gestas obreras asturianas de la segunda mitad del siglo XX en España, el historiador Rubén Vega afirmaba que “el movimiento obrero fue derrotado cuando perdió el aliento de la utopía”. No permitamos que algún día se diga que el pueblo venezolano fue finalmente derrotado cuando le expropiaron la esperanza, cuando le hicieron creer que nada iba a pasar y que nada se podía hacer.


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