El Rey no se levantó en Colombia ante la espada de Simón Bolívar porque no quiso: sostener la hipótesis alternativa de que sufrió un despiste o no fue consciente de la reliquia sacada en procesión por el nuevo presidente populista del país es un frívolo ejercicio de ignorancia o, peor, un intento absurdo de auxiliar a Felipe VI que difícilmente él habrá pedido.

Su gesto, una versión más sutil del aplaudido «¿por qué no te callas?» que Juan Carlos I le dedicó a Hugo Chávez en defensa de Zapatero y por extensión de España, es un acto de dignidad elemental que permite defender el honor nacional sin romper ningún plato y que debería sentar cátedra para situaciones similares en nuestro propio país.

Si Don Felipe encontrara la manera de lanzar mensajes impecables sin pronunciar una palabra para referirse al deterioro económico, social, institucional y territorial de España se granjearía, a buen seguro, el aplauso general de esa inmensa mayoría que entiende su discreción pero añora algún guiño alternativo a los desvaríos constantes de Frankenstein.

Lo extraño no es, pues, que el Rey de España permanezca sentado al paso de una espada genocida, sino que en España se mantengan estatuas en incontables ciudades en homenaje a un indeseable que masacró gratuitamente a miles de españoles, como recuerda el colombiano Pablo Victoria en su imprescindible libro El terror bolivariano.

Y lo extravagante es que, mientras la ola indigenista e hispanófoba recorre como la lepra las dos mitades de América, con epicentro en el sur bolivariano pero ecos cada vez más insoportables en Estados Unidos; desde España se renuncia a explicar la maravillosa lección de derechos, cultura, lengua y civilización que dejaron los conquistadores en aquella tierra, bien distinta por cierto a la que perpetraron tantos otros con acento inglés.

El Rey cumple con su función, pues, y solo resulta llamativo que lo haga en solitario: el gobierno opta por el silencio ante cada agresión de la otra orilla del Atlántico o, peor aún, la suscribe a través de Podemos y su delirante relato sobre el supuesto holocausto español en tierras latinas.

La historia siempre tiene luces y sombras, pero discutir que la española allí fue gloriosa para aquellos pueblos no solamente es un ejercicio de desprecio a los hechos documentados, sino también una excusa para desmontar el país desde dentro: quienes atacan al Rey por hacer su trabajo son los mismos que, aquí, más energías dedican a demoler el edificio constitucional y a derribar la Transición como hilo conductor de una democracia deudora del imperio más humano que ha pisado la tierra y ve ahora cómo, desde dentro y desde fuera, proliferan talibanes dispuestos a tratar a Colón, a Fray Junípero o al Almirante Cervera como a los budas de Bamiyán.

Que los derriben a cabezazos ellos es un cosa; pero que el Rey se postrara ante semejante abuso sería otra bien distinta e insoportable. Decirle a Petro que se meta la espada por donde le quepa, sin mover los labios y con una sonrisa, es un canto mínimo a la esperanza.

Artículo publicado en el diario español El Debate


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