Sueña el rey que es rey, y vive con este engaño mandando, disponiendo y gobernando; y este aplauso, que recibe prestado, en el viento escribe, y en cenizas le convierte la muerte, ¡desdicha fuerte!”.(Pedro Calderón de la Barca).

El 23 de febrero de 1981 yo tenía diez años. No recuerdo todos los pormenores del día, por supuesto, pero aun siendo un niño, recuerdo muchas cosas de aquella tarde y noche de invierno en la que pareció, por un momento, que todo podía cambiar de nuevo. Recuerdo la incertidumbre de mis padres, pegados al televisor, no con miedo, sino con expectación, con incredulidad de que nuestra recién estrenada democracia volviese a dar paso a otra etapa que ya creíamos superada.

He de decir que mis padres nunca fueron antifranquistas, es más, siempre han defendido que con Franco se sentían más seguros, en todos los ámbitos, si bien aceptaron de buen grado la democracia, como la mayoría de españoles. Ahora que me encuentro en la edad, más o menos, que ellos tenían entonces, les entiendo perfectamente. No obstante, la situación era tensa. Aún flotaba en el recuerdo de muchos la guerra civil, y eso si que, definitivamente, no podía volver a ocurrir.

Desde mi perspectiva de niño, y teniendo en cuenta que todo esto lo viví junto a mi hermano Javier, que entonces tenía siete años, fue un día muy divertido. La televisión interrumpió su programación habitual y recuerdo, perfectamente, que a la espera de noticias y supongo que para aliviar la carga emocional del pueblo español, se pasaron la noche emitiendo películas antiguas, comedias de El Gordo y el Flaco, los hermanos Marx y Danny Kaye, que, si bien no ha calado tanto en la memoria popular, era un cómico magnífico. Entretanto, intercalaron algunos dibujos animados, que en aquella época, con solo dos canales, solo teníamos ocasión de ver durante media hora al día, en el horario infantil.

Sin duda, no percibíamos la gravedad del suceso, pero he de decir que mis padres, que jamás nos censuraron nada, nos permitieron pasar la noche con ellos, viendo la televisión. Por eso, cuando a la 1:00 de la madrugada del 24 de febrero, el rey Juan Carlos I, vestido con el uniforme de capitán general de los Ejércitos, se dirigió a la nación para posicionarse en contra del golpe de Estado y a favor de la Constitución. Yo estaba allí para verlo. Y es algo que no olvidaré mientras viva.

En pocas horas, casi de inmediato, el teniente coronel Antonio Tejero en Madrid y el teniente general Jaime Milans del Bosch en Valencia, depusieron su actitud, como una muestra de fidelidad a la corona que, presuntamente, les había dejado a los pies de los caballos, con bastante probabilidad, si bien mi condición de niño no me permitía, entonces, analizar lo ocurrido con el rigor necesario. A mis ojos de niño de diez años, el rey fue el héroe que salvó la democracia, impidiendo que la sangre volviese a correr por las calles de nuestra pobre y querida España.

Miren, yo no he sido y no soy necesariamente monárquico, pero aunque pueda parecer contradictorio, desde niño, quizá desde ese 23 de febrero de 1981, siempre me he sentido orgulloso de tener rey. Sí, en mi ideario, las monarquías siempre me han parecido la élite de las naciones, atribuyéndoles   equivocadamente-  una solidez a nivel democrático y social, que no tienen las repúblicas. Viendo la figura del rey como alguien que está siempre presente para vigilar que no ocurran los desmanes que los políticos, sin su tutela, sin duda acometerían.

Desgraciadamente, la vida y la experiencia me han ido poniendo en mi sitio, desdibujando hasta casi borrarla, esa idealización que, de algún modo, tenía de las monarquías y los monarcas.

A mi modo de ver, el prestigio de la monarquía española se vino abajo en los últimos años de reinado de Don Juan Carlos I. Pero para mí, al contrario que para la mayoría, no fue por los desmanes económicos y personales que cometió. Los reyes, a lo largo de la historia, siempre han sido infieles, puteros incluso; derrochadores, arbitrarios y amorales. ¿Por qué?. Porque podían, así de simple.

Al rey no lo elige el pueblo, no está sometido al dictado de las urnas, salvo en caso de referéndum y, por tanto, para mí el rey ha de ser una figura revestida con un halo de poder, un gobernante que, en caso de ser necesario, ponga los huevos encima de la mesa y les pare los pies a los politicuchos de turno cuando, como ocurre ahora, pierden la cabeza y se empiezan a convencer de que España es su finca y los españoles, su ganado.

Por lo tanto, para mí el gran error de Don Juan Carlos, el que inició el principio del fin de la monarquía, no es que se fuera a cazar elefantes, no es que tuviera, supuestamente, amantes en todos los puntos geográficos. Incluso tampoco me importa si tenía o no tenía cuentas en paraísos fiscales.

No, señores y señoras. El gran error de Don Juan Carlos de Borbón y Borbón fue salir en los medios de comunicación a pedir perdón.

Un rey no pide perdón. Otra cosa es que el pueblo, el populacho más bien, se levante, le organice un referéndum y lo ponga de patitas en la calle, pero si el rey es rey, si permanece en el trono, no ha de pedir perdón por nada, es más, su obligación es no pedir nunca perdón.

Así, pues, un rey que fue figura determinante en uno de los momentos más graves y complejos de nuestra historia reciente, terminó saliendo a pedir perdón por haberse ido de cacería a Botsuana, lo cual, a la larga, le costó la corona.

Es verdad que, a posteriori, otros miembros de la familia real han puesto en serios apuros a nuestro actual monarca, Don Felipe VI, pero esos, esos advenedizos, esos Urdangarines y compañía, esos sí tienen que pedir perdón y purgar sus penas, como así ha sucedido, aunque, como dice José Mota, el daño ya está hecho.

Y esto me lleva a una triste reflexión: ahora, que nuestro gobierno está contraviniendo todas las normas, llegando incluso, como ha ocurrido recientemente a modificar leyes y eliminar figuras delictivas para favorecer a sus socios de gobierno, aunque el delito en cuestión sea una traición a España; ahora, que la cajera reconvertida en ministra y sus muy numerosos y muy costosos colaboradores han metido la pata hasta tal punto que muchos agresores sexuales van a salir a la calle con inmediatez. Ahora que nuestro presidente no quiere pactar los presupuestos con los partidos constitucionalistas y sin embargo tiende la mano, sin ningún pudor,  a aquellos que hace apenas unos años les volaban la cabeza, ahora ¿dónde está el rey?

Si el rey no es capaz de salvaguardar las más mínimas normas democráticas, ¿para qué sirve el rey?  ¿Para darnos el discurso de Navidad? ¿Para acudir a la entrega de los premios Princesa de Asturias?  ¿Para qué coño sirve el rey Felipe?

Mire señor, majestad. Nadie es quien para meterse en la vida privada de los demás, salvo en su caso. Su vida privada es una cuestión de Estado. Quizá haber metido en una institución como la monarquía, monarquía católica, por cierto, a alguien que no se santigua en las ceremonias religiosas puede haber sido un error. Quizá haber metido en una institución como la monarquía, en tan altas funciones, a alguien que ha sido republicana de toda la vida y, por tanto, no cree en la monarquía, quizá, y solo quizá, ha sido un tremendo error. Y quizá, y solo quizá, no dar un puñetazo en la mesa a tiempo, en esta España que es su casa y está bajo su tutela, sea su error definitivo.

Quizá, si usted sigue así, dentro de poco, solo nos quedará el muñeco de cera del museo de Colón, que, la verdad, no se parece a usted.

Pero qué más da. Usted, tampoco parece un rey.

Así que, aunque solo sea por salvar la institución, debería plantearse intervenir, demostrar que no todo vale y que las leyes son cosas demasiado importantes para que las manejen los inútiles, que, por otro lado, nunca debieron obtener ese privilegio.

Tenga valor, crea en España, dignifique la institución que representa. Gánese la corona. Pero hágalo urgentemente.

Viva España.

@elvillano1970


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