La historia del cómic sitúa la primera aparición del Joker en 1940, para ocupar de inmediato un lugar especial en la lista de los archienemigos de Batman. Tal vez por dos motivos: en primer lugar, su risa era la contracara de su crueldad y esa antítesis promovía un villano mayor. Pero además ambas se manifestaban en una teatralidad extrema, de la cual los sucesivos intérpretes televisivos y cinematográficos darían sus versiones. César Romero era un latin lover colorido y hasta simpático, Jack Nicholson un ex gángster deformado por el ácido, Heath Ledger era menos el Guasón que un Mr. Hyde, víctima de un padre abusivo. Le toca ahora el turno, ya en el rol principal, a Joaquin Phoenix. Pero antes, alguna digresión.

La imagen narrativa, que todo lo invade, es demasiado codiciosa para dejar algún cabo suelto. De ahí que se haya popularizado el llamado spin off. Es una trama casi independiente que busca desplazar a un personaje secundario pero importante al rol de protagonista. Le ocurrió al inefable Saul Goodman de Breaking Bad (y pronto a Jesse Pinkman, compañero del protagonista), a Gatúbela y a Venom, entre otros. El movimiento, comercialmente impecable, dista mucho de ser ingenuo. En el mismo se cuelan, a espaldas del protagonista justiciero o villano, los seres ninguneados por la narrativa del poder. Es una forma de darle pantalla a aquellos condenados por la providencia a hacer de teloneros del héroe. Y en este recodo del camino, estos entroncan con un perfil muy americano, el del perdedor. El loser. Perdedores hay muchos, desde los protagonistas de Raymond Carver a los asaltantes fallidos de Kubrick y Huston, pasando por los protagonistas de Las uvas de la ira de los Johns Steinbeck y Ford, pero en este caso la película elige dos citas muy precisas.

En 1976 Martin Scorsese terminó de consagrarse ganando el Festival de Cannes con Taxi Driver, la historia de un veterano de Vietnam, Travis Bickle (Robert de Niro) que se hundía en su locura y terminaba descargando un baño de sangre majestuoso e involuntariamente justiciero. Su destino se revelaba en dos gestos. Uno desafiando a su propia imagen frente al espejo (You’re talking to me?), el otro llevándose el índice a la sien y disparando mientras exhalaba un suspiro exhausto y final. Ocho años más tarde director y actor repetirían la apuesta, esta vez en clave de media sonrisa con El rey de la comedia, crónica de un aspirante a cómico sin talento. Ambos reunían las características de este Guasón de fin de década. La esperanza de ser alguien para el mundo, saltando al conocimiento del gran público. Lo lograban, por caminos tortuosos.

Y así llegamos a 2019, época de mundos y verdades alternativas, reino de la individualidad y tierra de triunfadores hedonistas o condenados eternos. La película delinea unos nebulosos años setenta y describe en su primera media hora la tristeza con la cual se cuela la vida de un payaso ocasional, aspirante a cómico, que deja que su individualidad desvaríe hacia una fama elusiva e imposible. Hasta que tiene un arma en sus manos y la oportunidad y el motivo para usarla. Y entonces, derivación policial, el payaso se transforma en verdugo. Pero se abre entonces la veta política de la película porque ese acto vengador, que los poderosos atribuyen a los payasos de este mundo, concita la adhesión de las masas. Suena conocido.

Son las mismas masas que aclamaron a Hitler, a Perón, a Mussolini, a Chávez. Las que hoy defienden a Duterte, a Bolsonaro o a Trump. Porque quieren ser como él, un ángel vengador que le tuerza el pescuezo no al mundo real, sino a la posibilidad de leerlo racionalmente. Por eso el Guasón, en una secuencia mesmerizante, se monta en un vagón de payasos que lo defienden de la ley sin saber que lo hacen. Y escapa no hacia la realidad, sino hacia un estudio de televisión donde puede manifestarse tal cual es. Ingenuo, alocado y sanguinario, sin más interés que la atención que puede llamar sobre sí. Un populista en acción, con una inmensa, insospechable capacidad de destrucción.

De alguna forma el círculo se cierra, el taxista vengador o el patético cómico en ciernes buscaban ser como sus modelos poderosos, un político en un caso, un comediante en otro. Los signaba y condenaba su individualidad. Hoy, gracias al imperio de la imagen y los medios, un De Niro consagrado y devenido conductor de televisión es el modelo (y la víctima) del Guasón. Ese pobre infeliz en busca de un padre real o imaginario, pero que gracias a esos medios ha logrado superar a sus antecedentes de hace tres décadas. Y su crimen lo lleva a la fama.

Joker es esencialmente nihilista. Parte de la tristeza y la soledad de un condenado de la Tierra para hacerlo escalar los peldaños de la venganza y la maldad y de ahí postularse como un salvador frente a millares de perdedores como él, a quienes el poder les ha dado la espalda. El final no es tal, sino una sinuosa y habilísima cinta de Moebius con la cual la saga sin duda se perpetuará. Esta vez con la participación de un murciélago justiciero, también signado por la pérdida y la maldición del dinero.

Fuera de la pantalla, las masas también los han bendecido con 234 millones de dólares de recaudación en su primera semana. Nada mal para un perdedor. Uno de los grandes filmes del año.

Joker. Estados Unidos. 2019. Director: Todd Phillips. Con Joaquin Phoenix, Robert de Niro, Frances Conroy, Zazie Beetz


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