La tercera ola de la democracia en el mundo, que según Samuel Hungtinton comenzó en 1974 con la Revolución de Abril en Portugal, se extendió  a mediados de la década de los ochenta hacia América Latina, cuya ola redemocratizadora culminó exitosamente en 1990 con la derrota del sandinismo en las elecciones nicaragüenses. Encontramos así en la década de los noventa un continente americano donde por primera vez todos los gobiernos fueron electos en libres comicios. En contraste con su trayectoria a favor de las dictaduras, la potencia norteamericana fue una  de los promotoras más entusiastas de este giro político, en consenso con los sectores dominantes de los países de la región, motivados por las necesidades económicas y políticas propias de la corriente globalizadora.

En esa misma década, una vez superadas las dictaduras militares, comenzaron a establecerse mecanismos regionales de protección a los órdenes democráticos. Dos de las piezas más relevantes al respecto fueron el Compromiso de Santiago y la Resolución 1080 de la asamblea de la OEA, instrumentos jurídicos  en los que se define la disrupción democrática no solo como la deposición de un líder democráticamente electo por medio de un golpe de Estado, sino también como el desmantelamiento de las instituciones y del orden democrático realizado por un gobierno democráticamente electo.

Este proceso de consolidación democrática culminó con la aprobación de la Carta Democrática Interamericana, aprobada en 2002 que hacía parecer que aún con sus imperfecciones el sistema democrático se había instalado irreversiblemente en el continente. La OEA como institución ocupaba un lugar apreciable, y el artículo 20 sirvió durante mucho tiempo de elemento disuasivo para los golpes de Estado.

Pero la vocación autoritaria en los liderazgos políticos de muchos países no solo permaneció, sino que engordó con el descontento por las desigualdades. De esta manera progresivamente proliferaron distintas modalidades autoritarias que han buscado obtener legitimidad de origen a través del voto, pero cuyo desempeño democrático no puede sino estar en entredicho.

Las dictaduras de Nicaragua y Venezuela, para hablar de extremos, se han disfrazado de revoluciones que han pretendido legitimarse con una retórica contra la democracia liberal, que para garantizar su permanencia en el poder han violado todas las normas de unas elecciones realmente competitivas, eliminando de distintas maneras a sus posibles contrincantes.

Cómplices, astutos también, han encontrado, tal es el caso de México y Argentina, dos de los  más importantes países de la región, que vienen conformando una dupla justificadora del viejo y superado principio de No Intervención. argumentado en distintos foros multilaterales para evitar condenar abusos de gobiernos afines. Primero fue con Venezuela y más recientemente con Nicaragua. El caso venezolano es harto conocido, subrayo por eso a Nicaragua donde recientemente ha arreciado la tormenta represiva. Pues bien, nuestros inocentes No intervencionistas; se abstuvieron de firmar la reciente resolución de condena aprobada por 26 países en el Consejo Permanente de la OEA por el arresto de opositores al gobierno de Daniel Ortega al igual que la declaración firmada por 59 países en el Consejo de Derechos Humanos de las Naciones Unidas, en Ginebra condenando las arbitrariedades cometidas en tierras de Sandino y Rubén Darío.

Pero esta nueva y expansiva ola autoritaria no es exclusiva de nuestra región, también tiene manifestaciones en otros ámbitos como la Hungría de Orban, la Turquía de Erdogan, la Siria de Al Assad y en distintos países africanos y árabes donde la Primavera  no pasó de ser una fugaz ilusión. A la cabeza y en el dominio de este renacer antidemocrático están la Rusia de Putin y la China de Xi Jinping dispuestos a apoyar cualquier régimen autoritario que así lo requiera, por supuesto a una tarifa muy alta, que han conseguido quienes la paguen.

 

 


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