Como suele suceder, los grandes encuentros mundiales crean expectativas y generan frustraciones. En los mejores casos contribuyen a crear conciencia o a robustecer la que ya existe. Después del COP26, recientemente concluido en Glasgow, el mundo no sigue viendo igual el creciente ritmo de consumo de energía fósil y las consecuencias para el ambiente. No puede ser de otra manera cuando los anuncios más o menos catastróficos comienzan a dejar de ser amenazas para convertirse en realidad y en motivo de preocupación.

Entre los que se toman más en serio el problema están los científicos y los líderes políticos, empresariales y del mundo financiero con conciencia de su responsabilidad global. Están también los estudiosos del campo energético-ambiental. Mantener la atención sobre estos temas es indispensable para que la preocupación global y la responsabilidad individual no se diluyan, para que los gobiernos no dejen de actuar, para que las declaraciones se conviertan en políticas, las políticas en planes y los planes en acciones.

Si algo tienen en común las reflexiones sobre la transición energética es la conclusión de incertidumbre, por una parte, y, por otra, de inevitabilidad. Se puede diferir en los plazos, pero no así en las tendencias y en la velocidad de los cambios. Menos todavía en la urgencia de asumir la transición energética como algo insoslayable y altamente beneficioso para la humanidad, pero también como una oportunidad para los actores en el mundo de la energía. Simultáneamente, crece la evidencia sobre la necesidad de asumirla como una exigencia que compromete a los gobiernos, pero también a la gente, al comportamiento del ciudadano, a las empresas, incluso a los modos de entender la relación de nuestro propio estilo de vida con la preservación del ambiente.

Los expertos coinciden en la diferencia de ritmos con la que será asumida la transición energética entre los países más desarrollados y quienes no lo son, entre los grandes consumidores de energía y los de escaso consumo, entre los productores tradicionales de hidrocarburos y los potencialmente ricos en otras fuentes de energía. Y, desde luego, entre quienes sean capaces de aportar conocimiento, innovación, tecnología, y los urgidos de atraer inversión para desarrollar su potencial.

La nota que caracteriza la transición energética es la urgencia y la globalidad. No hay tiempo para esperar y nadie se puede desentender. Esta urgencia corre paralela con una doble necesidad: la de satisfacer la creciente demanda energética y la de avanzar hacia la descarbonización. El crecimiento de las nuevas fuentes energéticas y del hidrógeno no excluye el compromiso con la captura, uso y almacenamiento de carbono en tiempo real. La transición energética, una de cuyas principales premisas es la descarbonización, supone retos que abarcan desde el conocimiento, la innovación, la digitalización, la descentralización, el rápido desarrollo de las capacidades de adaptación. Y no son retos de un día.

La extrema polarización ha caracterizado las conversaciones sobre energía y ambiente. Se impone la necesidad de un dialogo constructivo entre todos los componentes del sistema. No hay duda de que las soluciones de política energética más eficaces serán aquellas que estén basadas en la investigación y en un diálogo amplio entre productores y consumidores. Se habla con razón de la postura del mundo financiero y del papel de los gobiernos. El primero ha manifestado ya su tendencia a privilegiar las nuevas energías. De los gobiernos se espera capacidad y voluntad para establecer políticas públicas y sistemas de regulación acordes con los cambios globales.

En América Latina tenemos condiciones naturales para insertarnos en este proceso y hasta podemos hacerlo de manera más acelerada y competitiva. Contamos, en efecto, con alto potencial de fuentes energéticas en todas sus categorías. La clave seguirá estando en la comprensión de las nuevas realidades y en la voluntad para asumir las políticas que nos conviertan en actores responsables.

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