Los venezolanos que emigran en dictadura cambian un problema insostenible por otro desconocido. No son cobardes, como algunos injustamente pretenden tildarlos; por el contrario, son valientes tratando de ayudar a quienes aman, y mientras lo hacen, cargan por dentro un país que se desangra.

El piso de Cruz-Diez, en Maiquetía, en el pasillo central del malogrado Aeropuerto Internacional Simón Bolívar, se está deteriorando no por el transcurrir del tiempo, sino por la tristeza de quienes emigran. Millones de veces, ha sido transitado por venezolanos que empacaron esperanzas, frustraciones y sueños en un par de maletas. Sobre sus danzantes colores han quedado plasmadas imágenes devastadoras de un éxodo que atormenta, familias que se deshacen en abrazos, amigos a quienes les hemos deseado la mejor de la suerte, hijos quebrados por desprenderse de sus padres, ya que presienten que por la edad, quizás los están abrazando por última vez.

Venezuela, con la diáspora que la deja huérfana, se ha convertido en una patria de emigrantes y por paradójico que suene, también en un país que transmuta hacia una enorme cárcel por lo complicado y, en algunos casos, imposible de tramitar la cédula de identidad, la partida de nacimiento y el pasaporte. Muchos escarban entre sus ancestros en un intento por encontrar a un pariente que les permita obtener el pasaporte europeo y lograr un pasaje hacia la libertad. Vivir fuera no es fácil. Tener un título universitario y hacer trabajos por debajo del nivel de preparación no es degradante, ningún trabajo lo es, pero es un desperdicio desaprovechar años de estudios, y el emigrante no tiene alternativa.

El que se va de Venezuela sabe que probablemente tendrá que trabajar en cualquier otra cosa que no sea su área. Sin embargo, existe una mayor probabilidad de lograr un salario digno en el extranjero que en la Venezuela comunista de hoy, donde sin importar esfuerzo, estudios ni experiencia, todos ganan un salario mínimo que es devorado por la hiperinflación y que equivale a 6 dólares mensuales, el más bajo de América Latina.

El que se queda en Venezuela sabe que no debe enfermarse porque no encontrará medicinas, y si las encuentra, no podrá pagarlas. Sabe también que para resolver algún problema de salud, debe peregrinar de hospital a hospital porque están dotados, sí, pero de insalubridad y carencias de medicamentos e insumos. No obstante, reconoce que cuentan con un personal médico abnegado, altruista y mal pagado.

El que se queda en Venezuela sabe que al abrir el chorro no necesariamente saldrá agua y que pueden pasar días o semanas antes de que eso ocurra. Sabe también que en cualquier momento se irá la luz por tiempo indefinido. Sin embargo, reconoce que siempre habrá algún vecino que le tenderá la mano.

El que se queda en Venezuela sabe que podría no poder tomar el transporte para ir al colegio, al trabajo o para regresar a casa. Sabe también que no conseguirá repuestos para su vehículo y que hará colas enormes durante horas e incluso días para llenar el tanque de la gasolina. No obstante, reconoce que siempre habrá un amigo quien lo llevará a donde necesita ir.

El que se queda en Venezuela sabe que si la oposición organiza una marcha, el gobierno ordena la contramarcha. Sabe también que será reprimida por una Guardia Nacional que levantará las armas contra su propio pueblo. Sin embargo, reconoce que quienes queremos un país libre, debemos participar en cuanta actividad programada nos permita recuperar la democracia.

Miguel de Unamuno, académico y filósofo español, escribió: “¡Qué lo haga todo Dios!, dirá alguien, pero es que si el hombre se cruza de brazos, Dios se echa a dormir”.

La buena noticia es que Dios ya no está durmiendo porque los venezolanos no estamos con los brazos cruzados. Sigamos unidos y trabajando con fe. Las batallas perdidas fortalecen. No permitamos que los laboratorios de las redes sociales logren con mentiras y difamaciones que nos destruyamos entre nosotros. No tengamos miedo de soñar, siempre y cuando lo hagamos con los pies sobre la tierra, conscientes de que las cosas que realmente valen la pena son difíciles de alcanzar. Calculemos el siguiente paso que hay que dar para, con trabajo intenso, conseguir lo que queremos… una Venezuela libre.


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