En días pasados, Nicolás Maduro, en una de esas estratagemas que le caracteriza, hizo un llamado a la juventud del PSUV a prepararse para las elecciones presidenciales de 2024 y para las elecciones regionales y parlamentarias de 2025. Sibilinamente, pues, dejó entrever un adelanto de las parlamentarias que, según la ley, estarían previstas para 2026 (tomando en cuenta que las anteriores -írritas- fueron celebradas en 2021).

Aunque, en principio, una de las lecturas que puede hacerse de este anuncio es que Maduro pretende llenar de dudas y resquemores, nuevamente, a la oposición, e insuflar optimismo en las filas no poco escépticas de su partido (porque, de lógica, si “yo el supremo”, llamo a prepararse para 2025, y sugiero también un adelanto de las parlamentarias, es porque sigo en el poder y he ganado sobrado las presidenciales del año anterior); no obstante, hay otra interpretación que puede realizarse: el locatario de Miraflores realmente lo que busca es distraer la atención de su partido con respecto al problema de la candidatura presidencial, es decir, crear el espejismo de tales y tales eventos electorales de 2025, para que la atención interna se desplace del evento principal. Razones hay para pensar que esto es así, pues todo apunta a que la elección del candidato presidencial rojo-rojito está lejos de haberse resuelto.

Pese a que Maduro no ha anunciado su candidatura, es obvio que viene preparándose y creando el clima para ello, no solo por la promoción constante que hace de su figura -con la exhibición en algunos actos, por ejemplo, de su grotesco Superbigote- sino también porque sus acólitos han venido difuminando cada vez más el papel de Chávez como alfa y omega de la revolución, para privilegiar principalmente las nuevas políticas y las nuevas realidades que él ha asumido y ha encarnado. Sin embargo, en el complicado mundo de los liderazgos que se establecen en contextos caóticos y turbulentos como el que vivimos, la cosa no es tan fácil como soplar y hacer botellas.

Maduro, ciertamente, más allá del menosprecio con que fue visto desde un principio por la oposición, tiene méritos (maquiavelanamente hablando) en lo que a las técnicas para conservar el poder se refiere. Pero ha dejado al país en ruinas, pese a que en los últimos 5 años dio un giro hacia políticas de mercado, dando por terminado el ciclo del socialismo bolivariano. Y, sobre todo, -este es el punto- está lejos de ser una figura insustituible para su organización, como lo fue su padre el galáctico. De hecho, su candidatura sería un peso enorme que tendría que cargar el PSUV en las espaldas, y solo tendría posibilidades de éxito si los comicios fuesen franca y abiertamente no competitivos, como sucedió en 2018.

Puede decirse, por consiguiente, que el ciclo histórico de Maduro terminó. En apenas 9 años él pasó del radicalismo de Mao Zedong al giro de Deng Xiaoping, una pirueta que necesitará de años para ver los resultados, por el deterioro devastador del aparato productivo, pero que, por otra parte, difícilmente la clase política quintorrepublicana, con todos los vicios que ha traído consigo, pueda consumar y llevar a buen término, debido a las exigencias que implica esta transformación en el plano ético, institucional, legal, etc., por lo que es de esperar que sea una figura opositora quien la profundice y direccione.

Ahora bien, cabe preguntarse cuáles son las alternativas a la figura de Maduro, dentro del chavismo, en caso de que decidiera hacerse a un lado. En el papel, la primera opción la tiene Diosdado, el otro integrante del trípode del poder en el que se sostiene el régimen. Él es, virtualmente, dueño y señor del PSUV, además de ejercer una variopinta influencia -cual pulpo gigante- en amplias esferas del Estado, así como en el ámbito regional. Existen razones para creer que él impulsa unas primarias para decidir el asunto presidencial. Su insistencia en 2020 de que fuese con tal método que se eligiesen a los candidatos a alcaldes y gobernadores, tenía seguramente el objetivo de preparar el clima para las presidenciales (como dicen, la salsa que es buena para el pavo lo es también para la pava). Este escenario obviamente lo favorece, pero no garantiza su victoria en la disputa interna, pues Diosdado tiene un hándicap muy grave: es el dirigente con mayor rechazo en el país, después de Maduro. Y en caso de hacerse con la candidatura -al igual que este- tendría posibilidades en 2024 solo en un contexto abiertamente no competitivo.

En medio de este cuadro es natural que haya gente dentro del PSUV mirando hacia otros lados, partiendo sobre todo de que hay varios liderazgos esperando, ansiosos, su turno al bate: a saber, Jorge Rodríguez, Héctor Rodríguez y Rafael Lacava, entre los cuales este último luce, en las primeras de cambio, con clara ventaja, por su carisma y la alta votación obtenida en las regionales de 2021. No incluimos aquí al primero que se ha lanzado abiertamente al ruedo, Rafael Ramírez, porque es evidente que -si de veras regresara al país- lo llevarían directamente del aeropuerto al Helicoide, de manera que sus acciones hay que analizarlas partiendo de que procura otros objetivos.

Lo cierto es que aun en el caso de que uno de ellos resulte elegido, pese a no tener un rechazo en lo personal tan alto como el de Maduro o Cabello, tendrán de igual forma sobre sus espaldas el peso enorme que significa el rechazo al régimen actual y al chavismo como un todo, una cuesta que de cualquier forma será difícil de remontar, y mucho más si la oposición da los pasos adecuados y elige en buena lid un candidato unitario.

El deseo de cambio es enorme y esa variable difícilmente puede modificarse, pese a los esfuerzos que hace y hará el régimen para aparentar que el país se arregló. En este entorno cobra aún más importancia la presión -tanto interna como internacional- para lograr que el régimen garantice las condiciones adecuadas para unas elecciones verdaderamente libres, transparentes y competitivas.

@fidelcanelon


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