Madres paralelas es una venta de humo del progresismo fashion, de la clásica estratagema de la moda con “responsabilidad” y “conciencia social”.

El filme desnuda, involuntariamente, a la izquierda caviar y a un Pedro Almodóvar entrampado en un cine de diseño y alta costura, cuyos personajes se quieren defensores de la memoria de los caídos en la Guerra Civil a manos de la falange, víctimas pasadas y presentes del franquismo.

Las chicas Almodóvar se suman a las causas políticas de Podemos, de Pedro Sánchez y el juez Garzón, exigiendo que se abran las fosas comunes para que las viudas y huérfanas puedan dormir en paz.

Uno de los llamados del guion, para procurar un futuro distinto y mejor en España.

¿Pero es así de fácil?

¿Es demagogia o solo una de las falsas promesas del largometraje?

La cinta subraya el tema con trazo grueso y encima le implanta una cita de Eduardo Galeano, durante el cierre, al modo de un trabajo de tesis estudiantil.

El final con Galeano me terminó de poner de los nervios, por lo anacrónico y cringe, exponiendo la “inocente” condescendencia del director manchego por las causas del socialismo trendy, las cuales abren puertas en festivales, fondos de financiamiento y entregas de premios.

Si en los sesenta las empresas se embarcaron en la gestión costumizada de la contracultura, hoy la conquista corporativa de lo cool pasa por las industrias creativas, imponiendo las banderas y censuras del buenismo, el consenso de la corrección, la narrativa de la diversidad y la inclusividad.

Ahí el cine de Almodóvar ha encontrado una evolución natural, pues viene de la movida y la vanguardia de la transición, aunque igual haya perdido fuelle como artista iconoclasta e inconformista, al devenir en un ícono de la cultura de masas y del mainstream global, desactivando sus tempranas inclinaciones desestabilizadoras.

Pedro fue realmente subversivo en los ochenta y parte de los noventa, cuando se permitía cierta desprolijidad punk y un ejercicio provocador de asimilar el kitsch de los lenguajes cutres de la televisión y el cómic, para contestarle al orden institucional de España, sin dejar títere con cabeza.

Se le agradece a Almodóvar adelantarse 40 años a lo que sucedería en el milenio, convirtiendo su insurrección en un estándar y una norma de los tiktokers y los influencers españoles, que son hijos de Pedro y sus desenfados, sin acaso saberlo.

Pedro logró recuperar el toque surrealista y disidente de Buñuel, Azcona y Berlanga, filmando con la gracia y el desparpajo de un joven por siempre, amén de sus obras maestras, como Matador, Qué he hecho yo para merecer esto, “Mujeres al borde” y “Átame”.

Unas tragedias corales que se disfrutaban con gusto. Después las películas de Pedro se decantaron por la revisión y la renovación del melodrama, olvidándose progresivamente de la comedia negra, generalmente reservada para personajes secundarios, como Agrado en Todo sobre mi madre.

El realizador emprende un camino sin retorno por la máxima estilización, por el perfeccionamiento de su arte, descubriendo las paradojas del manierismo, al ser objeto de reacciones críticas y cuestionamientos de su obra.

Le lloverán, por ello, sus detractores declarados, como Quintín en Argentina y Boyero en España, que recurrentemente señalaran el hastío y la pompa que rodean los estrenos del cineasta, en su pedestal de figura de santo liberal irrefutable.

Desde entonces, el creador renuncia a su esencia irónica, volviendo a ella por trámite en Los amantes pasajeros, uno de sus peores trabajos.

Reflejo de que las canas ya no le dan para mostrarse cínico o satírico, sino para retratar su Dolor y Gloria, una de sus mejores películas en su etapa de venerable de Cannes y Venecia, donde aprendió a reinar, bajo el chantaje sentimental de ser solemne en la explotación del juego de las lágrimas.

Madres paralelas lo sitúa en su último perfil de reciclador serial de su ética y estética, proponiendo un acercamiento oportunista a los sentires y pesares de la generación woke y millennial de España.

En tal sentido, la película se desarma, presa de sus contradicciones, entre la pretensión del manifiesto político y la obligación de pagar las cuentas, mediante la técnica del emplazamiento de productos.

Comienza la cinta a resquebrajarse en cuanto nos ofrece un relato forzado de unas chicas que intercambian a sus hijas por error en la maternidad, mientras una de ellas, encarnada por Penélope, desea desenterrar a su bisabuelo, asesinado por la derecha nacionalista.

Válido el argumento de reivindicación de la verdad, la justicia y los derechos humanos.

El problema radica en que se inserta con calzador en la historia, teniendo que explicarse torpemente a través explícitas secuencias de diálogo, en plan teatro de denuncia. Lo que resta espontaneidad y frescura a la puesta en escena.

Sin embargo, lo que me provoca el mayor cuestionamiento del filme es el choque del contenido con su forma, al transformar el set en una pasarela de prendas y firmas costosísimas, como Dior, Louis Vuitton, Prada, Giorgio Armani, Pertegaz, Palomo Spain y Missoni.

Por algo, Penélope porta la franela de “We Should All Be Feminists” de la marca Dior, que actualmente cuesta la suma de 650 euros.

Extraño compromiso el de un filme, que transcurre en una España ultrapija de chicas de izquierda, que viven en unos pisos decorados con puro lujo bohemio, desfilando chaquetas de Miu Miu, bolsos y looks como de una publicidad andante.

A Pedro no le basta con exhibir y ostentar materialismo histérico, obviando que ello compromete la visión comunista y antisistema de sus protagonistas, sino que además las traslada en unas camionetas de colores guay, que resultan inalcanzables para el espectador común y fan del director.

Habrá algo de sentido aspiracional en todo ello, pero me confunde y pierde, en el contexto de un filme que presume de serio y coherente, de cercano al dolor de los demás.

Mejor se hubiese quedado Pedro con la historia de la fotógrafa chic que descubre su secreto de la montaña con una joven extraviada y empática.

El asunto se trastoca en el libreto, dando la sensación de haberse juntado dos guiones o dos ideas en una, que no acaban de cuajar en la pantalla, debido a los conflictos que supone hacer la revolución y desafiar al orden reinante, mercadeando y consumiendo trapos de 1.000 euros por lo bajo.

De repente, Madres paralelas es espejo de un socialismo qualité, que solo refutamos los críticos, y que el Oscar se presta a consagrar, a glorificar.

Porque es resumen del progresismo chic de los festivales y los académicos, de pura doble moral, como los políticos ultrarricos del PSUV, que exigen que España pague una indemnización por lo ocurrido en la conquista y colonia de Latinoamérica.

Creo que no estoy solo en lo que afirmo.

De hecho, cierro con una cita de Mariló Montero:

“A la altura del pecho hay escritas dos palabras: ‘miu miu’. Esta marca de ropa es una subsidiaria de Prada, otra de las grandes firmas de la alta moda italiana cuyos precios son famosos por inaccesibles para la inmensa mayoría. Estamos hablando de que la ropa de miu miu está en una media de 1.500 euros la prenda. Nada de esto sería relevante si no fuese porque las actrices de la última película de Pedro Almodóvar, Madres paralelas, visten y calzan con firmas tan potentes como selectas. Carísimas. El millonario Almodóvar subraya en el guion que los actores son de izquierdas porque los de derechas son pijos. Este artista español, que tenía su dinero en paraísos fiscales, causa gran impacto ya que los de izquierdas se gastan un dineral en parecer pobres. Almodóvar reivindica que la guerra no terminará hasta que se desentierren todas las fosas de la Guerra Civil. En medio del sándwich argumentario, lo ha rellenado con una historia de dos mujeres que se conocen en el hospital a la hora de parir”.

 


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